La tienda telefónica
Concluía un artículo anterior con la frase 'Usuarios contra Telefónica' y es al revés. Creo que, por razones que se me escapan, la compañía, quizás de forma aleatoria, toma represalias contra los clientes a quienes tiene declarada una guerra sorda y sin cuartel. El asunto deja de afectarnos hasta que la necesidad nos pone en sus manos. Es como cuando la esposa avanza en el embarazo y no vemos más que mujeres grávidas por la calle. O si decidimos utilizar un bastón, nos cruzamos con docenas de madrileños claudicantes. Al revelarse el problema con nuestro teléfono comprobamos que el resto de las amistades lo ha padecido ya y la cuestión no se reduce a las averías en la línea y al escaso interés que muestran los servicios técnicos por repararlas (acerca de lo que podríamos escribir varios opúsculos), sino que, para eso estamos, se ofrece impúdicamente en su cara visible.
La Telefónica tiene varias tiendas en Madrid, donde ofrece la gama de sus productos, una de ellas sita en la plaza de Colón. Si piensan adquirir un modelo especial de teléfono o cambiar de móvil, me veo en la penosa coyuntura de desaconsejárselo, a menos que vayan a tiro hecho, escriban su pretensión en un papel, lo tiendan a uno de los dependientes y esperen con paciencia a que lo cobren y entreguen. Cualquier otra pretensión lleva implícita la amargura del fracaso. Tengo sabido que cuando en lugar público quien nos atiende es amable y comprensivo refleja la tónica general, con las excepciones que ustedes quieran. Un ejemplo vale más que no sé qué miles de otras cosas, y les voy a relatar el propio: en el mes de noviembre último, el aparato casero que incluía el contestador propio rindió el postrer aliento y me dispuse a reemplazarlo.
En esa tienda me ofrecen un artilugio denominado 'famitel', sumamente publicitado. Su apariencia es atractiva, airosa, moderna, con limitada y cómoda autonomía. Atiendan mi consejo: no piquen. Al cabo de unas semanas dejó de funcionar, hube de llevarlo en una bolsa de papel y, tras mirarme con desconfianza y comprobar la tara, al estar en garantía, lo cambiaron por otro idéntico que duró bastante menos. Rehíce el camino, recuerdo que con la misma bolsa, para caer en manos de otro vendedor. Muy a regañadientes hizo el tercer reemplazo.
Éste ni siquiera funcionaba. Pasadas con holgura las 18 horas de recarga de batería, el artilugio seguía inerte. Cuarto viaje a la plaza de Colón, acarreando el dichoso teléfono y su peana, esta vez en otra bolsa de papel. Intenté ponerme al habla con la tienda, por si mi torpeza congénita había obviado algún trámite, pero nadie se ocupa de ese número (91 391 00 04, inténtenlo en horario normal). Mi talante suele ser apacible, en la relación con los contemporáneos, pero quizás traslucía cierta irritación en la voz cuando tendí aquel despojo de baquelita. La respuesta del empleado la reproduzco literalmente, pues era muy corta. Fue: 'Oiga, a mí no me habla usted en ese tono, porque no le atiendo'. Tardé unos segundos en comprender que me estaba amenazando y le eché una segunda ojeada: un joven de cabeza semirrapada, al que le faltarían sólo seis u ocho centímetros de estatura para desempeñar holgadamente el puesto de portero en una discoteca conflictiva. Un tipo fuerte. Ni una palabra de excusa en nombre de la empresa a la que estaba representando. Desapareció tras una puerta, quizás para consultar si debería echarme a patadas o verificar mi reclamación, y reapareció comprobando que el aparato era inservible.
Con disimulado regodeo puso en mi conocimiento: a) que, en efecto, se trataba de un cascajo, b) que no podía cambiármelo, porque carecían, en esos momentos, de existencias, c) que tampoco era canjeable por otro modelo, ni abonando la diferencia, remitiéndome a cláusula, en letra diminuta, que estipulaba la imposibilidad de cualquier permuta pasados siete días tras la adquisición. (La garantía cuenta desde el momento en que se compra, no afecta a los aparatos sustituidos, en caso alguno). Y d) tenía que llevármelo y esperar a que me anunciaran la reposición de material. Percibí el disgusto interior que le causaba no atizarme un mamporro. Carezco de datos para sospechar que estaba entregado a la competencia, pero el suyo no parecía un comportamiento extemporáneo en aquel ambiente. 'Telefónica, a su servicio'.
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