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Columna
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Hiedra

En esta colonia de Madrid donde vivo hay varias guarderías y a veces en el silencio de media mañana el canto de los pájaros se confunde con los gritos de los niños. Cuando a primera hora salgo a comprar el periódico los veo embutidos en el anorak y la bufanda, tirados del brazo por las madres, que hacen todo lo posible por contestar a sus preguntas reiterativas. En la colonia también hay una residencia de ancianos. Desde hace algunos años me cruzo en la acera con un viejo con las piernas cortadas a ras de la cadera, que ahora es paseado en su silla de ruedas por un joven ecuatoriano, que en el trayecto alrededor de la manzana le habla de cosas muy dulces. Bajo una acacia de esta colonia suele acampar un vagabundo muy atractivo que se pasa el día hablándose a solas con palabras inconexas que, tal vez, son respuestas a unas preguntas que le formulan los muertos dentro de su alma y que él contesta en voz alta para que le oigan. Camino de la guardería los niños se interesan sobre todo por los perros cuyos nombres ya conocen y las madres los acercan a las cancelas para que dialoguen con ellos de igual a igual, a nivel de la naturaleza. La colonia es muy silenciosa pero está orillada por una calle con un tráfico infernal, que es como lo más sucio de la vida que uno debería dejar atrás , y el anciano de las piernas cortadas tiene que atravesarla en la silla de ruedas antes de entrar en este espacio donde cantan los niños y los pájaros. Ayer pasé por su lado en el momento en que el sirviente ecuatoriano lo estaba arrimando a una tapia cubierta de hiedra para que el anciano pudiera contemplar de cerca las hojas lavadas por una lluvia reciente, ahora iluminadas por un tierno sol de febrero. Mientras las acariciaba con ambas manos el anciano descubrió bajo su verde esplendor un negro trenzado de garras con que la hiedra se pegaba a la tapia y entonces el joven sirviente le dijo: 'Así hay que agarrarse a la vida, señor, que en las manos de uno está el vivir o no vivir'. El anciano de las piernas cortadas contestó: 'Ya no puedo'. Pero el joven sirviente le siguió insinuando suavemente al oído que atendiera al sonido de los mirlos, a los ladridos de los perros, a los gritos de los niños, a las voces con que el mendigo contestaba a los muertos. Compré el periódico y de regreso venía leyendo su primera página ensangrentada por un vil atentado y al pasar de nuevo junto al viejo cortado por la mitad el sirviente le decía: 'Agárrese a la vida y no se aflija, señor, que pronto será primavera.'

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