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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Privilegios políticos

EL HILO ARGUMENTAL del docudrama en dos actos representado estos días en el Parlamento de Vitoria ha sido la aprobación -primero- y la derogación -cinco fechas después- de una decisión beneficiosa para sus miembros con efectos retroactivos al 1 de enero de 2001. La reforma del reglamento promovida por PNV, PP y PSOE concedía a los parlamentarios con un mínimo de cuatro años y dos legislaturas de presencia en la Cámara el derecho a percibir la pensión máxima de jubilación (325.000 pesetas) sin necesidad de reunir los severos requisitos que se exigen a los demás ciudadanos. La diferencia -mucha o poca- entre esa pensión máxima y la pensión real devengada por sus cotizaciones a la Seguridad Social sería pagada por la Cámara.

Cinco días después de aprobar la medida, PNV, PP y PSOE derogan la reforma reglamentaria que reconocía a los miembros de la Cámara el derecho a la pensión máxima tras cuatro años de mandato

Las protestas contra el acuerdo inclinaron a los promotores de la medida (adoptada sin el concurso de EA, IU y Batasuna) a recoger velas y anular esa decisión, pese a los refunfuños reticentes de Egibar. ¿Cómo populares y socialistas, opuestos hasta ahora sistemáticamente a los proyectos del Gobierno de Ibarretxe, podían explicar su repentino entendimiento con el PNV para proteger los intereses particulares de los parlamentarios? Por desgracia, los representantes elegidos por los ciudadanos no son inmunes, más allá de sus diferencias partidistas o ideológicas, a la carcoma del corporativismo profesional. ¿Por qué fijó la Cámara el plazo de cuatro años y dos legislatura para que sus miembros tuvieran derecho a la pensión máxima? Probablemente, no por una caprichosa veleidad arbitrista, sino por un meditado cálculo actuarial. ¿Y no es un agravio comparativo conceder a los parlamentarios la pensión máxima, y no otra más modesta? Para alcanzar ese tope, los demás mortales necesitan -sólo uno de cada mil jubilados cumple los requisitos- haber trabajado durante 35 años y cobrado un sueldo superior a las 425.000 pesetas durante los últimos 15 años de empleo.

En su libro Dinero y poder (Taurus, 2001), Niall Ferguson utiliza la expresión 'economía política de la sordidez', connotada por la suciedad, la rapiña y la mezquindad, para describir las complejas y cambiantes relaciones entre ambos polos. ¿Existe hoy más venalidad que antes? ¿O será que la libertad de prensa ha aumentado su visibilidad y que la sociedad ha endurecido sus criterios? La graduación cromática utilizada por Arnold J. Heindenheimer para valorar la percepción social de la corrupción cambia según las épocas, los sistemas y los países: el encaje de los casos concretos dentro del casillero blanco (prácticas toleradas), negro (comportamientos delictivos) y gris (situaciones intermedias) depende de muchas variables. La financiación irregular de partidos o candidatos disfrutó de la indulgencia blanca (o al menos gris) de la sociedad hasta que la sucesión de escándalos (desde la tangentópolis en Italia hasta el caso Enron en Estados Unidos, pasando por las empresas-tapadera del PSOE en España y el cepillo recaudatorio de Kohl en Alemania y de Chirac en Francia) la clasificara en el casillero negro.

Las exhortaciones a los políticos para que administren con honradez el dinero presupuestario y tracen una rígida frontera entre sus intereses particulares y el interés público deben tener alcance general: constituiría una hipocresía poner en la picota a la Cámara vasca por el frustrado abuso -blanco o, como máximo, gris- de otorgar pensiones máximas a sus miembros y pasar por alto que otros parlamentos y gobiernos dan un trato semejante a sus diputados y ministros. Y si sería injusto centrar la condena de las prácticas irregulares generalizadas (como la financiación irregular de los partidos) exclusivamente sobre los infractores atrapados con las manos en la masa ( los socialistas en el caso Filesa), la persecución inquisitorial y la descalificación global de la clase política en su conjunto resultaría demagógica: los sueldos de los parlamentarios y de los altos cargos españoles están situados bastante por debajo de la media de sus homólogos europeos.

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