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Columna
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Fátima

Hacía tiempo que no surgía un asunto con tanta capacidad de controversia como la creada en torno a Fátima, la niña marroquí a la que no dejaban entrar en clase con un pañuelo en la cabeza. Estábamos acostumbrados a grandes polémicas en las que los partidos o las fuerzas sociales se posicionaban claramente y donde cada cual defiende lo que piensa o le interesa con un mínimo de convicción. Esto del pañuelito nos ha pillado a todos en pelotas y especialmente a los políticos, que han puesto en evidencia su falta de criterio con meteduras de pata y contradicciones memorables. Lo hemos visto en el Partido Popular donde el Gobierno decía una cosa y el Ejecutivo autonómico otra, y en el PSOE donde el discurso de la responsable de educación de la ejecutiva socialista no coincidía con el del secretario general de la FSM. Cuando ocurren cosas así, lo sensato es deducir que nadie está en posesión de la verdad absoluta y que el peso de la razón que asiste a los que no hubieran permitido que la niña entrara en las aulas con la cabeza cubierta difiere muy poco del que ostentan los que opinan todo lo contrario. Me asaltan, por ello, muchas dudas y pensamientos contradictorios, aunque hay aspectos que voy aclarando con una mezcla de reflexión, intuición y todo el sentido común que consigo echarle al tema en detrimento de la pasión. Tengo claro, por ejemplo, que lo prioritario, como dijo el consejero Carlos Mayor Oreja, era escolarizar a la cría y que ese derecho a la educación debe prevalecer sobre cualquier otra cuestión. Mi propio hijo me convenció de que si en el velo residen connotaciones discriminatorias, la mejor terapia contra ellas es que acceda a una educación que propugne la igualdad de la mujer y lo que menos importa es que lo haga con velo o vestida de lagarterana.

Lástima que el señor consejero no estuviera tan fino desde el principio, porque la cría llevaba meses sin ir al colegio y no se preocuparon de ella hasta que la vieron en los medios de comunicación. Se me antoja igualmente un tremendo despropósito el escolarizar a una niña musulmana en un colegio de monjas. Tampoco me deja muy contento el que el padre de la alumna haya salido vencedor. Para empezar no es de recibo eso que cuenta de que la niña fue la que decidió libremente ponerse el pañuelo. Aquí en España sabemos lo que es estar mediatizado por la religión y los prejuicios culturales. Cuando este sonriente marroquí relata sin sonrojo alguno que no ha pisado una playa española porque la gente va medio desnuda como los animales deja muy patente lo que le mete en la cabeza a su niña aparte del pañuelo. Alí Elidrisi tiene, a mi modesto entender, una cara bastante dura. Movido, a buen seguro, por la necesidad entró ilegalmente en España, después se trajo a su familia, lo cual también comprendo, pero no muestra el menor afán de integración. Todos son exigencias. Ha preferido que su hija este cuatro meses sin ir a la escuela antes que dar su brazo a torcer. Es más, su chulería en este particular llega al extremo de manifestar que estaría dispuesto a que la niña no estudiase más en la vida si tiene que hacerlo con la cabeza descubierta. El bueno de Alí tampoco tiene dudas a la hora de asegurar que su hija el día de mañana preferirá un novio marroquí antes que español. Éstos y otros comentarios revelan lo poco que le importa realmente la educación de su hija y cómo concibe la relación con el país y los ciudadanos que le acogen. No creo, sinceramente, que ninguno de los españoles que emigraron hace cuarenta años a Suiza o Alemania les permitieran proceder con tantas ínfulas. Pienso, además, que esta batalla del pañuelo es sólo el preludio de una progresión de conflictos que habrán de venir. Como ya ocurriera en Francia, donde sufrieron la guerra del chador, los musulmanes más intransigentes pronto prohibirán a sus hijas el que vayan al colegio sin esa prenda que les tapa la cara o que asistan a la clases de gimnasia y a los cursos de natación.

Nuestra sociedad ha de establecer unas reglas del juego bien definidas para no tener que improvisar sobre la marcha y dar la imagen de desconcierto que hemos ofrecido. Fijar unas normas que permitan la integración pero que no consientan abusos y regresiones que nunca admitiríamos a nuestros propios conciudadanos. Ser, en definitiva, tolerantes con todo menos con la intolerancia.

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