¿Algún día podremos olvidar el pasado?
'RACHEL, ACABAS DE DESPERTAR. Estás confundida. No sabes cómo has llegado aquí. Algo te ocurrió. Escucha. Estoy grabando esto el día 12 del mes 10, año 457 de la Hégira, 2739 de la era cristiana según el calendario antiguo. Sí, sé que es medio año estándar desde lo último que recuerdas. Escucha. Algo sucedió en la Esfinge. Quedaste atrapada en la marea de tiempo. Te cambió. Estás envejeciendo hacia atrás, aunque esto suene ridículo. Tu cuerpo es más joven cada minuto, aunque por ahora eso no importa. Cuando duermes... cuando dormimos... olvidas. Pierdes otro día de recuerdos anteriores al accidente, y olvidas todo a partir de entonces. No me preguntes por qué. Los médicos lo ignoran'.
Vivimos inmersos en la era de la tecnología, en una sociedad cambiante a la que la ciencia amplía, día a día, sus fronteras. Del microcosmos al universo en su totalidad, el espacio está dejando de ser esa 'última frontera'. No sucede así con el tiempo, verdadera pesadilla de las teorías físicas. Desde la Grecia clásica a la actualidad, físicos y filósofos han intentado desentrañar el misterio que rodea al tiempo. Por qué el tiempo fluye y por qué lo hace en un solo sentido, del pasado al futuro, constituyen preguntas a las que físicos de la talla de Einstein o Hawking no han sabido responder de forma definitiva.
La naturaleza constituye un interesante laboratorio para experimentar con el concepto de tiempo: imaginemos a un vándalo lanzando una piedra contra una estatua. La secuencia normal de acontecimientos pasa por el impacto de la piedra y la posterior caída de la escultura. Nunca al revés (excepto en casa, trasteando con el vídeo doméstico, nunca una estatua se reconstituye a partir de sus fragmentos para, después, arrojar -devolver- una piedra contra la persona responsable de su fragmentación).
Los fenómenos de la naturaleza muestran un claro orden natural, sin embargo, la mecánica clásica, la relatividad especial y general, el electromagnetismo o la óptica ignoran deliberadamente el sentido del tiempo: en el ejemplo anterior, la ruptura de una estatua tras el lanzamiento de una piedra o el fenómeno inverso, adecuadamente analizados, resultan, a los ojos de la mecánica clásica, igualmente válidos. ¡Menuda paradoja!
Los físicos de siglos anteriores conocían ya la existencia de complejos procesos de carácter irreversible. Así, por ejemplo, se sabía que el calor nunca se transfiere de un cuerpo frío a otro caliente, sin más. Siempre lo hace a la inversa, pese a que ambos procesos sean posibles en virtud de la conservación de la energía. La paradoja fue resuelta a mediados del siglo XIX, cuando Rudolf Clausius en 1850, e independientemente William Thomson (Lord Kelvin) en 1851, formularon el denominado segundo principio de la termodinámica, que ponía de manifiesto que determinados procesos, pese a ser posibles en términos mecánicos, eran increíblemente poco probables.
Las implicaciones del segundo principio fueron desarrolladas por Ludwig Boltzmann, quien puso de manifiesto un inevitable aumento de caos o desorden en los procesos que se dan en el mundo real. La medida del grado de desorden de un sistema recibe el nombre de entropía, de forma que en un proceso real, la entropía de un sistema aislado nunca se reduce. Así, el aumento de entropía es una propiedad general del universo y da lugar a la denominada flecha termodinámica del tiempo: el tiempo fluye hacia estados de mayor entropía o desorden.
La extraña enfermedad que afecta a Rachel Weintraub, una de las protagonistas de la imprescindible novela de ciencia ficción Hyperión (1989), de Dan Simmons, con la que iniciábamos este artículo, es el resultado de una accidental exposición a un campo antientrópico, un lugar presuntamente dominado por leyes termodinámicas que operan a la inversa... y alteran el sentido del tiempo. Ahí es nada. Una licencia, claro está, pero construida de forma inteligente.
Más alejada de toda base científica se encuentra la miríada de libros que narran sorprendentes historias cuya trama empieza, se desarrolla y termina 'al revés'. Se trata de mareantes ejercicios literarios como La flecha del tiempo (Time's Arrow, 1991), de Martin Amis, un verdadero laberinto temporal que atenta contra el sentido común. En la novela, el protagonista cobra de los taxistas, que lo recogen en lugares insospechados para llevarlo adonde no desea ir; rompe con sus amantes para, después, enamorarse de ellas; ensucia los platos antes de comer; rejuvenece en lugar de envejecer... Un mundo casi tan loco como el que nos ha tocado vivir.
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