Hospitalidad con el viajero
Llego a la estación Sur de autobuses de Madrid a las cuatro de la madrugada de un día de febrero. Vengo de Granada y en dos horas y media debo tomar otro autobús. Los vigilantes me dicen que la estación está cerrada y que no me puedo quedar allí. Ni siquiera puedo dejar mi equipaje en la consigna. Debo salir.
A la intemperie de la noche de febrero están unas 30 personas, junto a la puerta, resignadas. Incrédulo, voy buscando un refugio. Una gasolinera de la más importante compañía del sector está abierta en las cercanías. Su tienda, abierta durante 24 horas, según un cartel, tiene unas máquinas de café y una pequeña barra. Antes de que pueda pedir nada también me echan, y junto a mí a un matrimonio maduro, pulcro y correcto, seguramente inmigrantes eslavos, que tomaban su café. No descubro otro lugar de cobijo. No hay transporte público económico que me saque de esa zona. Vagabundeo con mis bolsas de viaje a la espera de que abran.
La hospitalidad con el viajero, cualesquiera que sean los motivos del viaje, es un valor que las sociedades sensibles y cultas aprecian y cultivan. Ser acogedores con el que nos visita es algo que enorgullece a cualquier persona abierta y sociable. Habilitar y mantener una sala de espera es poco probable que arruine a las compañías de autobuses o al Ayuntamiento.
