Señoras
La impertinencia es una de las ventajas de la vejez -¿tiene otras?- y no la van ustedes a emprender con un anciano. Eso me permite expresar la teoría de que las señoras se están pasando en el afán de ocupar nuestros puestos en esta época que nos ha tocado vivir. El asunto viene de muy lejos y las personas ilustradas, aptas para participar en concursos televisivos, recordarán que en unos Juegos Olímpicos, aún en la vieja Grecia, los organizadores tuvieron que reformar el reglamento y exigir que los atletas participaran completamente desnudos. El motivo era que se había colado una dama en la carrera más importante y creo que había ganado. De tarde en tarde se descubren imposturas semejantes y rara vez se trata del varón que suplante a una fémina.
Sinceramente, a estas alturas de la vida me explico mal que las mujeres, en general, muestren tanto empeño en ser como los hombres, desde el pernicioso hábito de fumar hasta la moda de llevar, en todo momento, pantalones largos. Las faldas son muchísimo más cómodas. Hoy no las llevan ni los sacerdotes gay y quedan reducidas al guardarropa de Sean Connery cuando se viste de escocés y, quizás, a los soldados atenienses que hacían guardia ante el Palacio Real, ahora con denominación republicana. Les recuerdo, con los pompones en las botas, durante una gira que hice por aquellos andurriales, hace muchísimos años, con Colette Modiano, Finuca Beltrán y Dominique Lapierre. Una prenda intermedia, de compromiso, serían los zaragüeyes que llevaron los campesinos valencianos y los moros marroquíes. Alguna vez se ven en las mejores pasarelas.
No quieren ustedes, admiradas y queridas señoras, imitarnos, sino echarnos de nuestros reductos tradicionales, poner de relieve lo inane de nuestra existencia, la superfluidad masculina. Hemos llegado hasta la presente situación gracias al concurso impremeditado e inconsciente, en gran medida, de los maridos, tal como se les conoce hasta la fecha. Han sido los esposos, tímidos y subyugados, quienes franquearon las defensas de nuestro género en los lugares donde nos atrincherábamos: los restaurantes, las tabernas, los deportes violentos y los penales para delincuentes peligrosos. Quizás sólo queden estos últimos, pero la opción es descorazonadora. El tararí inicial, en cuanto a las tabernas, lo dieron, en el primer tercio del siglo pasado, las mujeres vascongadas, que frecuentaban las tascas vizcaínas y donostiarras sin mezcla de hombre alguna. Aún les quedaba a los machos vestigios del postrer reducto: las sociedades gastronómicas, y las noticias no pueden ser más pesimistas. La descubierta, el tímido acceso y la posterior ocupación tuvo a los cónyuges como valedores, es decir, que, contrariamente a la opinión generalizada, esta faceta del feminismo no ha sido elaborada por solteronas ni fanáticas desocupadas.
Pertenezco a un viejo club madrileño, cuyo origen, como el de la mayoría, fue militar. O sea, hombres de la misma profesión que, lejos de las guarniciones o del hogar, se reunían para hablar de sus temas favoritos: la guerra y las damas. En los decisivos años del primer conflicto europeo, ocupados en la presumible alerta castrense, empezaron a infiltrarse los civiles, insatisfechos con sus círculos y liceos mercantiles y literarios. Y, tras ellos, la sombra densa de las esposas, que sospechaban -a veces con fundamento- que aquella peña misógina podía esconder nefandas actividades. No hablemos de los viejos casinos de pueblo, donde la presencia femenina estaba residenciada en la cocina. En mi viejo club es frecuente, casi cotidiano, el espectáculo de que seis, ocho o más señoras ocupen una o varias mesas en el comedor. Antes eran una presencia distinguida acompañando al socio propietario. En uno de los restaurantes con más solera de Madrid -bastante caro- ocuparon la mesa de al lado tres ejecutivas; una de ellas, la única que iba maquillada y con atuendo femenino, llegó con casi tres cuartos de hora de retraso. Conjeturé que era una especie de homenaje impremeditado a la añeja impuntualidad, antes gloria del sector. En lo único que puede diferenciarse un grupo de mujeres de un tropel de hombres es que aquéllas fuman casi todas.
Se están pasando, amadas señoras. Ya se aceptó el carácter bisexual de los servicios higiénicos en la serie Ally Mac Beal, donde hacían pipí, indistintamente, damas y caballeros, pero no se ha dado el caso, ni siquiera en las películas búlgaras de arte y ensayo, de que unos señores entraran en los lavabos de ellas.
No sé adónde vamos a parar. Si lo supiera, lo diría.
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