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Columna
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Cuento de amor

Ésta que les voy a contar es la historia verdadera de un verdadero amor. Se inició hace bastantes años en el seno de una familia que bien conozco y de cuyos nombres debo olvidarme. Por entonces España toda era ese país donde los caciques rurales tenían querida oficial, otros se jugaban a las cartas la honra de sus mujeres y, en términos medios, la vida era un engrudo de catolicismo y lupanar. Quiere decirse, donde el amor podía considerarse un enigma innecesario. Todo lo más, un entretenimiento para pobres o para damiselas ociosas. Sobre todo eso, sin embargo, prendió la llama viva en el corazón de dos novios de una clase media acomodada. Él, bien parecido y de complexión fuerte. Ella, de una delicada hermosura sureña, realmente memorable. Ningún problema, pues, en el vasto horizonte. Las familias, plenamente de acuerdo. Ellos, plenamente felices. En cuanto a la ansiedad, debidamente controlada por sus creencias y por la perspectiva de una boda magnífica en cuya noche, al fin, pudieran los cuerpos verificar la indefinible esencia. Mientras, estaban los versos que tantos poetas habían escrito sin duda pensando en ellos, en mitigar la ardiente espera.

Mas de pronto ella enfermó. Sintió aletear un abejorro obstinado en las mieles de su pecho, lado izquierdo. Una dolencia cardíaca, incurable por aquel entonces, a la que los médicos diagnosticaron pronto y fatal desenlace, salvo cuidados exquisitos. Desde luego, nada de casamiento. Semejantes emociones no harían sino acelerar el final. El muchacho, transido de perplejidades infinitas, respetó escrupulosamente la precaución y, desde aquel día, se limitó cada tarde a visitar a su doliente enamorada con alguna flor del tiempo y algún poema inmarcesible. Pero el ardor y el dolor, aquel dolor inmaculado, por fuerza exigían de él compensaciones físicas. Lejos de procurarse socorros de emergencia erótica, como hubiera hecho tal vez cualquier otro muchacho de su entorno, sus convicciones de amor puro le llevaron a esforzarse cada día más en el trabajo familiar, una almazara próspera en la que venía ejerciendo tareas de dirección. Desde entonces, pasó a emplearse en las labores más pesadas, buscando en la fatiga el único consuelo. La falta de costumbre, sin embargo, le hizo un día resbalar en las proximidades de una máquina y pegarse contra ella un severo golpe a la altura del bazo, que le rompió la vida por dentro. En muy pocos días, aquel muchacho, lleno de tan complicadas energías, murió. Su desolada familia, y la de su novia, no alcanzaron al principio a explicarle a ella la repentina desaparición del fiel amigo, por miedo a precipitar otra muerte segura. Pero al final comprendieron que la inexplicada ausencia podía resultar peor. Con toda la delicadeza de que fueron capaces, le dieron a conocer la verdad. Ella, ciertamente, a punto estuvo de sucumbir, fulminada por el resplandor del absurdo. Mas se repuso, nadie sabe cómo. Es más, pasaron los años y los avances de la medicina permitieron recomponer su maltrecho órgano de sentir.

Ha muerto hace unos meses, a los 77 años de edad, habiendo rechazado a otros varios pretendientes en su larga vida. Con su belleza hermosamente marchita, pero sin dejar de iluminarse cada tarde cuando repasaba los poemas y miraba, absorta, el retrato de su único y verdadero amor.

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