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Raíces
Columna
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Puertas y carpinteros

Nuestra relación con las cosas que nos rodean y las técnicas que hemos desarrollado para amoldarlas a nuestro avío, han cambiado de forma espectacular en los últimos dos siglos. Sin embargo, la relación entre nosotros mismos, nuestra forma de amarnos, de odiarnos y de ayudarnos, no ha evolucionado de modo parejo a la sofisticada tecnología con que producimos y manejamos las cosas. Los esquemas de nuestra relación personal y social conservan un notable aspecto primitivo si los comparamos con nuestro dominio tecnológico. Tan es así que a veces pensamos que ese dominio sobre las cosas ha crecido tanto que, en cualquier momento, puede írsenos de las manos y acabar destruyéndolo todo; precisamente por los defectos que evidencian nuestras relaciones sociales.

'El flamenco no evoluciona desde fuera sino con cada artista'

Raramente reparamos en que las cosas que construimos, usamos o consumimos no son más que la prolongación externa de nosotros mismos, de nuestra actividad personal y de nuestra actividad colectiva. Pero son algo más, son nuestros intermediarios con los otros. Sería imposible relacionarnos sin contar con las cosas que nos separan y nos enlazan. Sin ir vestidos seríamos incapaces de asomarnos a la puerta de la calle. Cosa aparentemente tan elemental como el vestido, resulta imprescindible para nuestra convivencia. Tal vez por eso nos lo quitamos cuando, anulando la relación social, nos refugiamos en la dulce caverna del instinto.

La escasa consideración que muchas veces mostramos por las cosas que nos rodean, el desconocimiento del proceso que las ha puesto a nuestra disposición, revelan las debilidades de nuestra relación social: nuestra falta de respeto hacia los otros. Nos interesa más de quién son las cosas que quién las hace.

Del fondo artesanal, pobre pero honrado, de nuestra cultura agrícola, heredamos un cariño por las cosas que, poco a poco, nos lo va arrebatando la inexorable maquinaria del consumo. La gente que nació en el XIX, era capaz de asociar la penicilina a Fleming y los aparatos de radio a Marconi, pero los andaluces que nacieron en el XX, son incapaces de asociar su televisor a William Crookes o su ordenador a Charles Babbage. Los enrevesados entresijos de la producción industrial han corrido un estúpido velo entre las cosas y los hombres. Ya no sabemos quién hace las cosas y cada vez importa menos quiénes nos las dejaron hechas para que las disfrutáramos.

Cuando nuestros estudiantes destrozan las sencillas puertas de cuarterones del Rectorado sevillano, creyendo combatir esta o aquella reforma de la enseñanza, pisotean con su ignorancia, el saber de aquellos carpinteros anónimos que trabajaron para Wandemberg, para Catalán o para Vengochea. Me temo que nuestro desprecio por las cosas no va a redimirlo a estas alturas, una buena reválida.

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