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Columna
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Martes de Carnaval

Llamé el sábado a un antropólogo de Santander para que me confirmara o desmintiera en la radio mi sospecha de que a don Carnal lo inventó el mismo que a doña Cuaresma, con el sibilino fin de que, entregados al primero en las fiestas licenciosas, harto el cuerpo de placeres, llegáramos contritos a la segunda, y me cercioró el antropólogo de que no iba por mal camino. Esta vieja fiesta fue, más o menos, un invento cristiano para que después de ella, hechos polvo o ceniza, y reconociendo que no somos nadie, sometidos a la penitencia, nos convirtiéramos en sus clientes cuaresmales. El doble rostro, o eso que se llama poner una vela a Dios y otra al diablo, ha sido siempre asunto muy del gusto de la cultura católica, que es una cultura de la apariencia y del disfraz. Y no dudo de que el miedo al fuego eterno, y el sentimiento de culpa metido en todos los recovecos del cuerpo, terminara algunas veces en las colas de los psiquiátras o en los manicomios, pero muchos de los que hallaron en el placer de la carne el gustito a pecado de las carnestolendas no fornicarán jamás con la misma alegría una vez perdida esa referencia.

Lo que pasa es que la referencia está afortunadamente muy perdida en un mundo como el nuestro, hedonista y cada vez más laico. Así que aquellos a los que con sólo pensar en que pecaban se les subía la libido, y para los cuales la idea de pecado era una especie de Viagra, deben de hallarse muy defraudados después de que el mismo Papa afirme que el infierno no es ya lo que nos habían pintado. Sin el morbo de las prohibiciones, el Carnaval no es ni la mitad de lo licencioso que se presentaba, y una sexóloga vino a confirmarme que la gente no fornica ahora a hurtadillas bajo la desinhibición de la máscara, que todo queda en el juego y el coqueteo, dice ella, por lo que es natural que crea yo que este don Carnal del siglo XXI tiene de tal lo que mi casta tía Benita.

Pero como no me bastó con la sexóloga, convoqué en la radio donde trabajo a los oyentes para que me sacaran de dudas sobre la vigencia del Carnaval y, si bien uno de ellos, veterano, se confesó hijo carnavalero de la disipación de sus padres en las carnestolendas de antaño, cuando el Carnaval contribuía a mantener niveles demográficos decentes, confirmando así su antigua naturaleza, otra oyente más joven comentó que si ahora la gente se disfraza a cualquier hora, bien sea por fin de año o por Halloween, y que si posees alma de drag queen no tienes, además, que esperar a febrero y te entaconas cualquier día laborable, ya me dirán ustedes dónde queda la gracia del Carnaval de este tiempo. Convencido quedé de que es ahora una fiesta más donde lo sea, pero quise saber si en Madrid fue muy licenciosa y bien vivida alguna vez. Y le pregunté a un madrileño ilustre que transita por el pasado con naturalidad, Eduardo Haro Tecglen. Haro, sin apearse de su tribuna, me nombró a Larra, que siempre es un oportuno recordatorio para caer en la cuenta de que todo el año era y es Carnaval, y no me quedó otro remedio que apelar a mi compañero de columna, Moncho Alpuente, que dijo saber que cuando Álvarez del Manzano no había nacido aún ya había carnavales de gran lucimiento y concupiscencia en esta Villa. Aclaró, eso sí, que eran más de interior que de exteriores, supongo que de bailes de máscaras en alegres salones, y entendí por sus datos que sea ésa la explicación de que todavía hoy alcancen su mayor apogeo en el interior del Círculo de Bellas Artes, de acuerdo con la tradición de la Villa.

Si volví a consultar al antropólogo, esta vez para saber si creía, como yo, que el Carnaval genuino es más cosa de pueblo y pequeña ciudad que de gran urbe, fue para tratar de confirmar que esta pueblerinada del Carnaval madrileño en la calle, con sus carrozas de medio pelo y sus trampantojos casposillos, además de la explicación de Moncho, tenía esta otra. Y la tenía: el Carnaval de Madrid es un baile en el Círculo y poco más. Ni siquiera la crítica y la sátira social, con sus buenas mofas de la jerarquía, aparecen aquí como en las chirigotas de Cádiz o en las murgas de Tenerife, deliciosos pasquines musicales con los que no puede el control del poder. Y eso justifica que hoy, martes de Carnaval, siga siendo día de fiesta allí donde los cuerpos no temen al frío para desnudarse y la burla transgresora, muerto el dictador y tocándole las narices al que tenga la tentación de imitarlo, toma las calles. Aquí, en Madrid, todos al curro.

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