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Columna
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Pecado

Pese a que el sexo no es más que un pequeño calambre, a él se deben los grandes dramas de la personalidad, neurosis, tabúes, castraciones, culpas, muertes por lapidación, condenas al fuego eterno, aparte de otros problemas, entre los cuales no es el menos grave el que cada día sea más difícil aparcar, puesto que a ese ligero calambre se debe el que este mundo esté al completo. De noche en la selva se oyen sin cesar los gritos desgarrados que lanzan las fieras: unos nacen de la agonía de la caza y otros del éxtasis del apareamiento, pero todos suenan con la unidad de muerte y placer, confundidos con los latidos de la tierra. El sexo impera también sobre las multitudes que se congregan en las gradas de los estadios, en las tinieblas de las discotecas y en las naves de los templos durante las respectivas ceremonias y allí expele un fluido magnético para crear el alma colectiva. Si el sexo es un oficio religioso que ejercen con absoluta naturalidad todos los animales, no se comprende por qué la Iglesia, cuando ese calambre atañe a los humanos, se arma semejante bodoque en la cabeza por un problema que tienen resuelto hasta los escarabajos y los mínimos insectos. Y encima la Iglesia llama pecado nefando a este nudo de carne que se realiza entre personas del mismo género sin tener en cuenta que la ambigüedad del sexo está incluida en el misterio de la Santísima Trinidad y aparece explícita en todos los altares. Imagínese que pensarían los socios si alguien exactamente igual a un Sagrado Corazón de Jesús con las mejillas doradas, la mirada lánguida, la túnica roja, con el propio corazón en la mano coronado de espinas, sangrando y envuelto en llamas presidiera el consejo de administración de una compañía de cementos o entrara así en una discoteca la noche del sábado. Y, no obstante, esa es la imagen de Dios, travestido, al que se obliga a adorar. En las hornacinas de los templos no hay santo que no se asemeje por sus trazas a un dulce homosexual. Si es una virgen, el imaginero la habrá vaciado de pechos y vísceras, dotándola con la silueta de efebo con un manto de núbil romana y si es un mártir o confesor lo habrá captado en el punto exacto de torsión corporal que está pidiendo un almohadón e incluso una cama. El éxtasis de Santa Teresa esculpido por Bernini indica que la mística y el sexo no están separados. Ese pequeño nudo de placer te ata a Dios y a todos los insectos, pero si alguien prefiere otra modalidad de amor más rara, ahí está el sexo de los ángeles.

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