_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Imponderables

La historia está llena de profecías de toda índole que luego no cuajaron. De haberse materializado sólo una de las más gordas no estaríamos aquí ni existiría ya el planeta tierra; al que por cierto, los humanos hemos sacralizado de manera algo más que inmoderada o así me lo parece. Nos hemos tomado demasiado en serio y nos ha faltado a espuertas sentido del humor. En el fondo de esta arrogancia -pues arrogancia es- está el hecho de que no aceptamos nuestra mortalidad; todas nuestras civilizaciones han nacido de ahí y tienen este mismo cordón umbilical. Lo dejaré aquí y retomo el hilo.

Si bien es cierto que existe un nexo entre las profecías más o menos científicas y el ansia de infinitud; es muy obvio en los doctrinarios del progreso del siglo de las luces, sobre todo, en Condorcet. Con qué ardor describió este hombre los pasos futuros -e irreversibles- de la humanidad sobre la tierra. Incluso entrevió la inmortalidad de la que tanto se habla ahora, aunque se hable, todo hay que decirlo, con menos convicción que hace sólo un par de años o menos. (Según Grisolía, los niños de hoy, si no sufren contratiempos, alcanzarán los cien años). Pues bien, al marqués de Condorcet le reconfortaba pensar en el brillante futuro que nos aguardaba a los humanos a sabiendas de que la Revolución francesa se lo llevaría por delante todavía en la plenitud de su vida. Admito que nunca he entendido un paraíso en el que no estaré ni de mirón. Distinto es el caso de Karl Marx, cuyo determinismo es la conclusión a la que le lleva su estudio de la historia y de la economía.

Lo malo es que si las grandes variables resultan torticeras, las pequeñas y a corto plazo también lo son. Por lo menos con la frecuencia suficiente como para que uno opte por la incredulidad como mal menor, sobre todo, si se trata del proceloso mar de la economía. Uno diría que ahí, cuando los analistas dan en el clavo es por casualidad. Me acuerdo de Diego de Torres Villarroel, aquel escritor, matemático y médico que pronosticó con acierto el año de la muerte de Luis I y de quien se dice (pero uno no ha leído los 14 tomos de su obra) que profetizó no sólo la Revolución francesa, sino el año de su estallido décadas antes de que tuviera lugar. Aunque hablando de economía, es más pertinente recordar la apuesta del escritor satírico americano H. L. Mencken. Un número de monos lanzarían dardos a una pizarra en la que figurarían varios valores bursátiles. Prolónguese el experimento durante cierto tiempo y se verá que los simios no tienen nada que envidiar a la gente del oficio. Me suena que fue aceptado el envite y que ganaron los expertos, pero por tan poco que bien hubiera podido ocurrir lo contrario.

Una cosa es la planificación, cada día más necesaria y a la que se tendrá que recurrir con frecuencia creciente; entre otras cosas, para reducir el número y la malignidad de los imponderables. Con éstos, sin embargo, habrá que contar más de lo que cuentan los gobiernos españoles y los analistas financieros. No hace tantos meses que Rodrigo Rato daba por sentado un tres por ciento más bien largo de la economía española para 2002. Hoy se habla del dos e incluso ese dos está en el alero. A diferencia de los simios y la bolsa, esto nada tiene que ver con los estudios de doctorado del señor Rato, factor que no puede ser tildado de imponderable. Don Rodrigo no tiene el doctorado y quiere tenerlo, como en su día quiso obtenerlo y lo obtuvo el señor Trillo a despecho y sin pesar de su alta comisión política. Admiremos sin atisbo de ponzoña la capacidad de trabajo de algunas personas, que aquí nadie da un palo al agua y llenamos el vacío con envidia. Dicho esto y no lo otro, supongamos que los gobiernos, en sus cálculos económicos, tiran por lo alto con el laudable propósito de inyectarle moral al mercado -deidad susceptible donde las haya-, y con ello vencer el recelo de los inversores españoles, mucho más timoratos que sus colegas europeos; por no hablar ya de los norteamericanos, de quienes se diría que se la juegan a cara y cruz si no fuera porque esa ruleta confirma el proverbio según el cual la fortuna ayuda a los audaces. He escrito 'supongamos' porque, a decir verdad, y en vista del muy posible efecto bumerán del envite, no sé si el optimismo del gobierno tiene como efecto fortalecer la confianza de tirios y troyanos. No estoy pensando, conste, en las urnas, a las que tanto se les da un dos como un tres, que los votantes no hilan con seda sino más bien con arpillera por no decir con maroma.

De los analistas económicos podemos decir con mayor certeza que se equivocan cada dos por tres por dos razones: una, la menor, porque lo exige el oficio. Un experto anónimo le dijo al diario La Vanguardia: 'Casi siempre nos equivocamos por lo alto porque ningún departamento de análisis se atreve a hacer unas previsiones muy catastrofistas; si publicas que la bolsa caerá un 30%, tu clientela se marchará de la bolsa'. Uno no tiene más remedio que acordarse de que la economía es una 'ciencia lúgubre', como dijo Carlyle; y puede ser también inmoral. Fiándose de las predicciones de los grandes analistas financieros usted deposita sus ahorros en bolsa sin sospechar que los tales expertos han hinchado el perro, bien para atraerle a usted, bien para retenerle. Eso tiene más de un nombre y usted elija el que más le desfogue. Pero hay una segunda razón para el error, en parte, es de suponer, como impregnación del talante de la primera: los ya mencionados imponderables. Ellos son tantos y tales que mejor no prestarle atención a ninguno. La economía no es una ciencia exacta pero a los profanos se nos insufla la impresión de que sí lo es; a todo tirar, el error es cuestión de redondeo. Por supuesto, con alguna tremenda excepción. ¿Quién iba a suponer que las Torres Gemelas estarían y ya no estarían? Sin ser economista, no obstante, el lector habitual sabe que el mundo iba camino de la recesión desde marzo del pasado año y que la destrucción de las Torres Gemelas ha servido de excusa.

El euro es un imponderable al que se le está restando importancia. A lo sumo se admite que puede presionar la inflación al alza hasta un 0,4%. Será más que eso y el gobierno y los analistas querrán consolarnos con una batería de imponderables que irán surgiendo a lo largo de este año. Así cualquiera es analista y cualquiera es ministro de Economía. Lo difícil y honesto es ponderar los imponderables. Y decirlo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_