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Intrusos en Porto Alegre

El II Foro Social Mundial recién clausurado en Porto Alegre -¡qué eufónico y hermoso nombre el de la ciudad brasileña!- ha sido, según relatan todos los cronistas, enviados y glosadores, un rotundo éxito de público y de crítica, y ello en gran parte gracias a la enorme heterogeneidad de las culturas políticas -o antipolíticas- convocadas al evento, gracias a la pluralidad extrema de los grupos, movimientos e individuos reunidos en la capital de Rio Grande do Sul. Mis congratulaciones por el éxito, aunque de momento lo que resulta más visible sea la diversidad, el potaje protestatario, crítico y reivindicativo en el que han flotado los 50.000 asistentes al Foro.

Es, en efecto, una horquilla muy ancha la que ha hecho confluir en Porto Alegre al incipiente star system de la antiglobalización (Danielle Mitterrand, Ignacio Ramonet, ese Noam Chomsky especialmente aclamado por sus admiradores islámicos, un juez Garzón harto prometedor en tales lides estelares...) y a representantes del movimiento okupa; a nombres cuyo rigor intelectual y ético se halla por encima de cualquier sospecha (Adolfo Pérez Esquivel, el teólogo Leonardo Boff...) y a aquel mal remedo de Astérix que se llama José Bové; a organizaciones norteamericanas de consumidores y a movimientos estudiantiles brasileños que ventilaban sus pleitos locales; a Amnistía Internacional, o Greenpeace, y a los que enarbolaban hoces y martillos o efigies del Che Guevara; al temido Black Block -especialista en destruir oficinas bancarias- y a los túnicas blancas italianos; a Madres de Plaza de Mayo, cuya líder Hebe de Bonafini veía al Foro 'tomado por los socialdemócratas', y a Pepe Borrell, Francisco Frutos..., e incluso un enviado del presidente Jacques Chirac; sí, del mismo Chirac que hizo detonar las bombas atómicas francesas en Mururoa.

De todos modos, quien, entre tanta concurrencia, mereció a mi juicio la palma del oportunismo y de la desvergüenza política en Porto Alegre fue el presunto candidato a las cercanas presidenciales francesas Jean-Pierre Chevènement. Recordemos brevemente su currículo: casi 63 años, diputado socialista desde 1973, alcalde de su ciudad natal, Belfort, a partir de 1983, ocupó al mismo tiempo carteras ministeriales de creciente importancia (investigación y tecnología, industria, educación nacional...) durante el tumultuoso reinado de François Mitterrand, en una trayectoria que culminaría como titular de Defensa en mayo de 1988. Dimitió a finales de enero de 1991, en plena guerra del Golfo, no por escrúpulos pacifistas -¿cómo hubiera podido tenerlos el responsable de los ejércitos de una potencia nuclear?-, sino a causa de su indulgencia hacia el dictador iraquí, Sadam Husein. Emprendió entonces un gradual alejamiento de la disciplina socialista, creó su propio minipartido -el Movimiento de los Ciudadanos- y, en el marco de la izquierda plural capitaneada por Lionel Jospin, fue encargado otra vez, en junio de 1997, de un ministerio de fuerza: el de Interior. Suyo es el mérito de haber nombrado prefecto de Córcega al ínclito Bernard Bonnet, aquél cuyo exceso de celo jacobino le condujo a la cárcel tras un torpe ensayo de guerra sucia contra los chiringuitos playeros.

Al fin, fue también Córcega la causa de que Chevènement saliese del Gobierno en agosto de 2000: su feroz unitarismo político chocó con la voluntad del primer ministro Jospin de conceder a la isla mediterránea alguna clase de autonomía.

Y bien, éste es el personaje que se ha paseado por Porto Alegre en nombre de no se sabe qué izquierda europea. Una izquierda, en todo caso, que rinde culto al estatal-soberanismo, que idolatra a la Francia-nación, rechaza la posibilidad de 'una falsa Nación-Europa que vacíe a las naciones de su sustancia' y desea un Viejo Continente siempre 'blanco y cristiano'. La izquierda de Chevènement defiende con entusiasmo la energía nuclear y el control estricto de las migraciones, propugna mano dura con las drogas y la delincuencia y recela del euro ('¿pero no se trata de hacer desaparecer, con el franco, hasta el símbolo de Francia?'); en cuanto a las demandas de enseñanza escolar del corso, el bretón o el euskera, su respuesta es categórica: 'Detrás de la reivindicación lingüística, se pone en marcha la fragmentación étnica del territorio' (véase, para las citas anteriores y otras, las entrevistas publicadas en EL PAÍS el 5 de agosto de 2001, y en Le Figaro Magazine el 21 de julio de 2001).

Una vez explicado lo cual, me gustaría preguntar a quien corresponda: ¿Es con mimbres como Chevènement como se puede trenzar una internacional emancipatoria para la centuria que comienza? El ex ministro y futuro presidenciable encarna, desde luego, una antiglobalización: la antiglobalización del soyez propre, parlez français, precedente laico y republicano de nuestro castizo háblese la lengua del Imperio; la de los nacionalismos de Estado que ensangrentaron Europa durante un siglo y medio. Ahora bien, ¿cómo encaja esta antiglobalización chevenementista con la de Rigoberta Menchú y su defensa de las lenguas mayas, con la del indigenismo zapatista o el brasileño, con 'las afirmaciones nacionales oprimidas' que evocaba aquí, el pasado martes, Pepín Vidal-Beneyto, con la presencia en Porto Alegre de un Xosé Manuel Beiras?

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Sí, ya comprendo que en la variedad está el gusto, pero quizá -es sólo una sugerencia- los organizadores del Foro Social Mundial deberían, en su próxima cita, colocar un cartel bien visible que rece: 'Reservado el derecho de admisión'. Sobre todo, si desean seguir ascendiendo por el empinado camino que va desde la kermés a la credibilidad.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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