La izquierda centrifugada
En un artículo reciente (Por la izquierda, EL PAÍS, 27-I-02), Carlos Fuentes hace reflexiones interesantes, como suelen ser las suyas, acerca de la vigencia y tareas de quienes se reclaman de una orientación política de izquierdas, tras la caída del muro de Berlín, de las Torres Gemelas y sobre todo tras tantas iluminadoras caídas paulinas en la ruta a Damasco como hemos tenido en los últimos años. Por supuesto, queda claro que Fuentes no se refiere en sus consideraciones ni a rezagados de los años del plomo ni a vanguardistas de la edad de oro: ya sabemos que aún hay ministrillos como Javier Madrazo capaces de ir a Cuba para confirmarle a Fidel Castro que su régimen es luz inspiradora para el País Vasco del mañana y mad professors a lo Alain Badiou que escriben libros de ética proponiendo con envidiable jerga esotérica el ejemplo moral invulnerable de los guardias rojos de la Revolución Cultural maoísta. Supongo que en toda doctrina retórica de salvación hacen falta curas de misa y olla no menos que satanistas, pero lo que a Fuentes y desde luego a mí nos interesa es si cabe imaginar una línea política que acepte humildemente los datos de la realidad histórica sin renunciar a orientar mejor su decurso. Es decir, cuya misión sea 'controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan' sin que eso suponga 'que la izquierda tema a la globalización', sino que, por el contrario, 've en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico en el cual actuar'. Aquí parece que está tanto lo urgente como lo realmente difícil.
Resumamos brevísimamente lo que hoy podríamos entender por una política de izquierdas a la altura de la sociedad globalizada del siglo XXI, que no sea mera herencia de atavismos decimonónicos con incrustaciones totalitarias ni, por supuesto, cualquier cosa que haga mecánicamente un partido de tradición 'izquierdista' (vemos a cada paso que partidos tradicionalmente de derechas tienen a menudo que tomar, aunque sea a regañadientes, medidas progresistas, mientras cierta izquierda se aferra a errores y horrores de cuño inequívocamente reaccionario.) Consistirá en la defensa de espacios públicos de apoyo, litigio y promoción social controlados por el conjunto democrático de la sociedad y no por meras instancias de propiedad particular, orientadas exclusivamente a la maximización de beneficios económicos; y en propugnar formas de riqueza humanizadora (educación, justicia, seguridad, protección del medio ambiente) no calculables en la escala mercantil, que difundan las oportunidades de emancipación individual frente al automatismo triturador de un sistema económico que funciona de manera colectivizante aunque sus rentabilizadores sean grupos privados. Para la aplicación de tales parámetros políticos el proceso mundializador no constituye un obstáculo perverso, sino la apertura de un nuevo territorio histórico, como indica Carlos Fuentes: pero exige algo que la izquierda parece haber perdido, precisamente una visión alternativa de alcance global o mundial, universalista, que no sea mera resistencia fragmentadora ante las pretensiones globalizantes del capitalismo multinacional. El problema de la política de izquierdas no es que haya perdido sus mañas totalitarias, eso es lo bueno y a veces aún no ha ocurrido del todo, sino que junto con ellas parece haber abandonado cualquier punto de vista instituyente de alcance aunador y general, a escala de planeta humanizado. El lavado le sentó muy bien, pero el posterior centrifugado la ha hecho encoger de modo ostensible.
En una palabra, adormecidos los movimientos de clase tradicionalmente sublevatorios, los partidos y grupos de izquierda han abrazado como únicas banderas con potencia de discreta rebeldía las diversas identidades autoafirmativas que nuestra posmodernidad produce tan generosamente. En algunos casos, en efecto, apoyan así a personas que padecen discriminación o exclusión injusta por causa de su condición sexual, étnica, religiosa o laboral. Pero al precio de una particularización centrífuga de la política, pues no han sabido o podido encuadrar lo justificable de tales reivindicaciones como corolarios de una visión de conjunto. Detengámonos un instante en esta cuestión de la 'identidad', entendida tanto subjetiva como políticamente. Seguiré ahora a mi aire las sugerencias que Marcel Gauchet (antiguo compinche de Castoriadis, Lefort y Clastres en la memorable revista Libre) propone en su libro La religion dans la democratie (Folio-Gallimard).
En la modernidad clásica e ilustrada, la auténtica identidad del sujeto se conseguía trascendiendo las pertenencias particularizadoras, todos los elementos impuestos por el azar que constriñen a un lugar y a una circunstancia sociocultural. El yo en busca de autonomía relativiza las determinaciones extrínsecas para enlazar con lo valioso a escala universal o al menos general: 'Individualidad, subjetividad, humanidad se consiguen juntas, desde dentro, por la libertad frente a lo que nos determina' (Gauchet, op. cit.). Quizá el último avatar de ese esfuerzo sea la propuesta freudiana de tomar conciencia de las determinaciones ocultas en la psique a partir de acontecimientos del pasado para mitigar su imperio y lograr que donde se imponía el Ello advenga el Yo. También en el terreno político, la entrada en el espacio público se lograba trascendiendo las limitaciones a que nos somete nuestra condición privada. Pero desde hace unos años, y cada vez más, vemos producirse una inversión de este proceso.
Ahora la vía hacia la identidad impone alcanzar interiormente lo que nos es dado desde el exterior. Se trata de sublimar subjetivamente las determinaciones que inevitablemente nos corresponden según la objetividad social, convirtiéndolas en una esfera de pertenencia sentida mucho más íntimamente que el resto de los vínculos legales que nos unen con el conjunto de la ciudadanía. La etiqueta externa se transmuta en íntima convicción y pendón de batalla, amenazado por toda aquella consideración más amplia que difumina o relativiza sus perfiles. Lo que antes eran características privadas (étnicas, religiosas, genéticas o lúdicas) dentro del pluralismo democrático del Estado, que se trascendían para acceder a la actividad política, ahora son el contenido mismo de cualquier política y el título de legitimidad para intervenir en ella. La heterogeneidad de lo particular se convierte en una yuxtaposición de incomunicables homogeneidades, que sólo reclaman de las instituciones públicas la garantía quisquillosa de su derecho a no dejar de ser lo que son tal como lo son y se desentienden del resto. Cada perspectiva diferenciada es tan válida como cualquier otra ysiempre mejor que la que pretenda situarse en un plano que las rebase todas en nombre de un horizonte de alcance más ancho. Apelar a la razón común o a valores universalizables es mirado con reticente suspicacia y, si se insiste, como un auténtico atropello: '¡quieren anular las sacrosantas diferencias y hacer un mundo monocorde!'. No hay pecado mayor.
Buena parte de la izquierda, sobre todo la de pasado más totalitario, ha abrazado con entusiasmo la causa de las identidades irredentas, supongo que por la famosa ley del péndulo. Frente a los derechos humanos individuales (ese pleonasmo, porque nadie conoce humanos que no sean individuos) propugna fantasmagóricos derechos colectivos y condena la busca de valores universales como parte de la 'americanización' del mundo. ¡Vaya, ahora el Espíritu Universal que desfila bajo nuestras ventanas se llama George Bush junior! ¡Quién nos lo iba a decir y, sobre todo, quién se lo iba a decir a él! Puestas así las cosas, la izquierda tiene tantas probabilidades de llegar a controlar los efectos predatorios de la globalización como yo de llegar a obispo de San Sebastián. Lo ha visto muy bien Susan George en su Informe Lugano, haciendo que los maquiavélicos globalizadores preconicen ante todo la política de las identidades: 'Lo ideal es que los individuos de todo el mundo se identifiquen con fuerza con un subgrupo étnico, sexual, lingüístico, racial o religioso... Hay que proporcionar apoyo material y moral a los más agresivos particularismos... Buscamos fundamentalistas de todas las razas y grupos... Que estarían preocupados sobre todo por sus derechos..., entre ellos el derecho a recibir un trato especial en nombre de errores pasados o presentes, reales o imaginarios... En lugar de preguntarse qué puede hacer la gente deberá centrarse en quién es... Los grupos se centran así en sí mismos y los auténticos actores de la escena global permanecen invisibles.
No quisiera yo acabar con una nota pesimista ni desanimar a Carlos Fuentes o a otras personas de buena voluntad. Marcel Gauchet acaba su reflexión diciendo que 'en un momento dado, el ideal de autogobierno volverá a traer al centro de atención, como sus puntos de apoyo indispensables, las dimensiones de la generalidad pública y de la unidad colectiva repudiadas por las aspiraciones de la hora presente'. ¡Dios le oiga! Huy, perdón.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
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