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LA CRÒNICA
Columna
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Un editor novelista

Hace casi 20 años, Enrique Murillo (Barcelona, 1944) publicó dos libros, El secreto del arte y El centro del mundo. Desde entonces no había vuelto a hacerlo, y presenta ahora un tercer libro, una novela, una fábula moral que se titula ¿Qué nos pasa?

Como se ve, este escritor titula con ambición, a la carta más alta. Luego, al leer sus libros nos encontramos con antihéroes un poco patéticos, enanitos empeñados en afrontar retos propios de gigantes. Por ejemplo, Arturo, el protagonista de ¿Qué nos pasa?, es un cincuentón bastante borracho, golfo e irremediable, vecino de Barcelona y de profesión verdulero, pero que desde el día de su infancia en que vio el cromo de una chocolatina está convencido de que en el momento en que toque con sus propias manos las nobles columnas del Partenón, el Partenón de Atenas, se va a rescatar, se va a redimir. Desde luego, algo parecido creíamos todos hasta hace poco: que la cultura y la educación nos proporcionarían un rostro aceptable. Optimismo histórico claramente injustificado.

Enrique Murillo es culo de mal asiento, acaso porque conoce demasiado las bambalinas editoriales

El martes pasado se presentó la novela en la librería La Central. De hecho la presentó Javier Aparicio, porque el autor, que es algo así como la contrafigura de Francisco ¡Yo-quiero-hablar-de-mi-libro! Umbral, no quería hablar ni de su libro ni casi de ninguna otra cosa, ni responder a preguntas del público; como lleva días en tareas de promoción de la novela, debía temer que le preguntasen una vez más: '¿Por qué se ha demorado tanto en escribir otro libro?'. ¡Y es que entre aquellos dos y éste hay un lapso de 18 años!

La respuesta correcta es que durante todo este tiempo el hombre ha estado ocupadísimo dirigiendo revistas y suplementos culturales y editando los textos que otros escribían. Intermitentemente le hemos visto durante estos años participando en una de las mejores épocas de Babelia, inventándose nuevas generaciones de narradores o fenómenos insólitos como el de Ray Loriga, cocinando superventas como las memorias de Terenci (en el proceso, el editor recayó en el tabaquismo), el libro de conversaciones de Vilallonga con el Rey, o sacando adelante la primera (y creo que única novela) de Oriana Fallaci.

Ha sido también un laborioso y exquisito traductor -del inglés, y usando varios seudónimos-. En fin, en España no hay tantas personas capaces de estar a la vez en misa y repicando al tiempo que cocinan la paella para toda la parroquia, y hacer las tres cosas con competencia, con profesionalidad. Murillo es ese hombre orquesta capaz de hablar y trabajar con los libros desde el punto de vista del industrial que sabe fabricar o detectar unos cuantos best-sellers cada año y cuyo objetivo fundamental es hacer cuadrar la cuenta de resultados de modo que la columna del haber exhiba un número más alto que la del debe, y también desde el punto de vista del intelectual que pondera con conocimiento de causa los méritos o deméritos artísticos de tal o cual novela.

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Quizá por ese conocimiento integral de las bambalinas del show imposta un divertido cinismo, quizá por eso es culo de tan mal asiento. Acaba de recalar en Alfaguara, antes pasó por Anagrama, ha dirigido Plaza y Janés, ha sido consejero áulico en Planeta, ha ido ocupando tronos y sillas eléctricas sin que le moviera -por lo menos eso trasciende de su actitud- una ambición más arraigada que la ya cumplida de construir una casa en el Montseny de manera que no tenga que poner los pies en Barcelona más de un par de días por semana, y la otra ambición, siempre pospuesta, de escribir libros como éste, que modestamente define como 'variaciones sobre temas ajenos'; temas como el tema del hombre común, del hombre alienado, en busca de un destino propio.

'Quien se dedica al mundo de la edición', escribe Murillo en los agradecimientos del libro, 'hace amigos con una facilidad enorme'. Será verdad, pero también es cierto que cuando uno va a su lado por la calle va oyendo el silbido de los cuchillos y tiene la impresión de que Murillo podría presumir, como el Tenorio: 'A las cabañas bajé, a los palacios subí, y en todas partes dejé memoria amarga de mí'; eso se desprendía de lo poco y enigmático que dijo en la presentación: 'Yo no lo busco, pero mi vida, por lo menos en lo laboral, es muy complicada...', para acabar la frase limitándose a agradecer a Joaquim Palau y Carlos Pujol Lagarriga, los editores de Destino, el 'atrevimiento' de poner en la calle la novela.

Es un rasgo llamativo del carácter de Murillo la simultaneidad de la modestia y de la conciencia de su propio valor. Un buen ejemplo de esa curiosa mezcla es su definición del trabajo de editor. Pujol había tomado la palabra para elogiar ¿Qué nos pasa? y darle las gracias a Murillo por las muchas enseñanzas recibidas de él cuando ambos trabajaban más o menos codo a codo.

Murillo quiso sacudirse la alabanza: 'Querido amigo, yo no creo haberte enseñado nada ni dado ningún buen consejo nunca, salvo quizá el consejo elemental de 'espabila chico, que el mundo de hoy no permite los aprendizajes lentos'. Pero Pujol insistió: '¡Vaya si me has enseñado, Enrique! Entre muchas cosas recuerdo un día en que estaba yo quejoso y deprimido por las asperezas del trabajo, y tú me consolaste con una frase inolvidable. Me dijiste: 'Los editores somos como los cerdos: olemos mal, nos revolcamos en el barro, nadie nos entiende, pero sin nosotros no hay salchichas'.

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