Una fantasía sobre el arte
Me gusta imaginar historias del arte que vayan paralelas a la historia del arte que hemos consagrado en nuestras enciclopedias y universidades. Ejemplos: una historia del arte que recogiera las obras que han sido concebidas y no realizadas, otra historia que rescatara los manuscritos, cuadros y estatuas destruidos por los propios autores; otra, en fin, que recuperara lo que el tiempo, el olvido, la devastación o la guerra ha sepultado bajo nuestra memoria de las cosas. Hay infinitas historias del arte paralelas -o subterráneas o secretas- que, de ser posibles, cambiarían el rumbo de la gran historia.
Una de las más atractivas sería aquella que reinstaurara las obras en los lugares para los que fueron concebidas. Sería extraordinario, por poner un caso imposible, poder contemplar las Pinturas negras en el espacio que Goya pensó para ellas. La experiencia de examinarlas en el escenario oclusivo de la Quinta del Sordo, donde su creador habitó con ellas en solitario durante cuatro años, nada tendría que ver con su contemplación en las asépticas y atiborradas salas del Museo del Prado.
Esta fantasía incluye, naturalmente, a las obras que han sido robadas, saqueadas o compradas a bajo precio. Hay una frontera borrosa e inquietante en la que confluyen colonialismo y coleccionismo. Desde ella observaríamos cómo transcurre gran parte de esta historia paralela del arte. Lo que el colonialista coleccionó como fruto del botín, lo que el miserable vendió como fruto de la ignorancia; lo que los vencedores arrebataron a los vencidos como fruto de una no escrita ley ancestral. Al fondo, una escenografía en la que se confunden belleza, soberbia y rapiña.
Cada vez que surge la reivindicación de que una obra retorne a su origen pienso en esta historia fantástica. No me extraña que el Gobierno de Guatemala exija la devolución de una maravillosa máscara funeraria que forma parte ahora del Museo Barbier-Mueller. Es una máscara esculpida en fucsita y representa a un dios solar. Hay algo extremadamente terrorífico en su aspecto delirante, con espirales como ojos y un triángulo como lengua, pero asimismo algo que le otorga una belleza excepcional. No tengo ni idea, desde luego, de la situación legal de esta pieza singular, pero aun no teniendo razón jurídica alguna entiendo la reclamación que haría retornar la máscara a Guatemala. El retorno al origen siempre tiene sentido, aunque nunca acaba produciéndose.
Sé de muchos catalanes que, como los guatemaltecos con la máscara verde del dios solar, sueñan con la devolución del claustro de Cuxà y abandonan el museo The Cloisters de Nueva York, donde aquél se encuentra pintorescamente recolocado, con una cierta tristeza melancólica. Tampoco en este caso tengo una idea clara de cómo el claustro pudo llegar a Harlem -aunque puedo intuirlo-, pero me parece lógica la fantasía de su devolución a la tierra en la que se construyó. Por supuesto, sin ir tan lejos, la misma lógica fantástica aconsejaría retornar la pintura románica a sus iglesias de origen.
Recuerdo una visita al castillo que Hearst se hizo construir en California para acumular los tesoros artísticos que había comprado en Europa. Desde las piedras del castillo al último de los candelabros, todo había sido importado para levantar el decorado en el que se escenificara el poder y la riqueza del magnate de la prensa. La consecuencia era un caos ecléctico, una alucinación del mal gusto pese al enorme valor de las obras expuestas. Sin embargo, visto desde otro ángulo el visitante podía pasar horas y horas jugando con la fantasmagoría de desarticular el bastión del ciudadano Kane y restituir a su belleza originaria lo que allí se extraviaba en la fealdad.
Esta fantasía sobre el arte no puede, naturalmente, hacerse realidad ni seguramente sería recomendable en muchos casos. Pero es una fantasía útil no sólo porque intelectualmente contribuye a hacer menos rígidas y más dúctiles nuestras ideas acerca de la tradición artística, sino porque actúa sobre fenómenos del presente.
De entrada debería ponernos en guardia contra la perpetuación del tráfico de obras de arte que en la actualidad afecta a África y, especialmente, a Asia. Nuestra memoria, aún reciente, de país expoliado -un sórdido relato que todavía debe encontrar su cronista- habría de hacernos más celosos contra los expoliadores. Debería asimismo servirnos para acabar con la concepción de museo colonial. De hecho, en esta particular fantasía mía se demolerían museos como el Louvre, el British y el Metropolitan no para devolver los botines allí guardados, restos de los expolios de ayer, sino para articular nuevos espacios de exposición, más dinámicos, pequeños y transparentes.
Pero, aunque fuera por pedagogía, algún botín sí debería ser devuelto, sobre todo en una época en que ya se habla de la Europa unida. Imagino que cada uno tiene su propio candidato para romper el fuego en esta historia paralela que trata no de patrias o naciones, sino de lugares originarios del arte. A mí me gustaría probar con los frisos del Partenón, aunque ya entiendo que esto agradaría poco a los ingleses. Agradecería al British Museum el esmero en su cuidado durante dos siglos y los haría viajar de vuelta no a Grecia, sino a la Acrópolis, su lugar de origen. Un lugar de Europa.
Ya sé que si el embajador Elgin no se hubiera apoderado de los frisos y no los hubiera llevado a Londres, no poseeríamos otras obras de arte que se han inspirado en ellos. Y en especial, para mí, dos poemas de John Keats, al ver por primera vez los mármoles de Elgin y Oda, a una urna griega. Quizá nunca se hubieran escrito dos de los versos más poderosos de la poesía europea: 'La belleza es verdad, la verdad belleza', esto es todo lo que sabéis en la tierra y todo lo que necesitáis saber'.
Aunque pienso que el entusiasta Keats también hubiera optado por ver a los héroes de piedra bajo la luz de Atenas.
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