_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Contra la apología del libro

El suceso cobra especial importancia en el Día del Libro o cuando llegan las primaverales ferias de la cosa, pero lo cierto es que ensalzar el libro constituye una de las tareas habituales de todo bienpensante que haya puesto el pie sobre el planeta. A menudo la presencia de los escritores en algún foro cultural desencadena el mismo efecto. Se trata de un discurso repleto de loas a los libros, un discurso que, inevitablemente, deriva siempre a la denuncia, a la reprensión pública, ante el desolador desinterés de amplias capas de la sociedad por la lectura. Un libro es todo un regalo. Si leyéramos más nos iría mejor. Nada como leer para enriquecer a la persona. Los libros son auténticos tesoros, etc., etc., etc. Cuando me toca asistir a estas exaltaciones llego a sentirme mal, invadido por la inquietante sensación de asistir a un comentario que me implica personalmente, como si esto de escribir fuera un oficio incomprendido, remoto, difícil y del que nadie sabe nada, un oficio en peligro de extinción. Y es que hay algo funerario en la indiscriminada apología del libro, algo peligrosamente doliente y doloroso.

Promocionar el libro adoptando un tono de admonición moral es el mejor modo de remitirlo al exilio. No es extraño que muchos jóvenes se resistan a la lectura: parece que con ello alguien les recuerda un imperdonable pecado de omisión. Nunca he visto campañas que alienten a ver la tele, ni a ir cine, ni a navegar por Internet. Sólo la literatura mantiene ese sentencioso y antipático prestigio, o acaso sólo otra disciplina comparte tan extraño privilegio: el teatro. Se habla del teatro con la misma pesimista expectación. Y, claro, así le va.

El libro, por otra parte, no es un bien en sí mismo. Libro es El Quijote de Cervantes y libro es el Mein Kampf de Adolf Hitler. No hay nada en el libro que lo haga intrínsecamente más honroso que el cine, la televisión o el ordenador. Un libro es un depósito. Y los depósitos, como se sabe, pueden contener sustancias maravillosas o desechos hediondos. La obstinación con que se nos invita a la lectura orilla incomprensiblemente que existen lecturas perniciosas, sesgadas, atrabiliarias o, lo que resulta mucho peor, absolutamente aburridas. Nadie tiene problema en dejarse guiar ante la televisión por un mando a distancia, mediante el que se aceptan o se rechazan los programas a velocidad de vértigo. Pero para mucha gente una novela empezada y no concluida supone algo así como un cargo de conciencia, una insoportable culpa que arrastrar durante meses, precisamente durante todos esos meses en que la novela aguarda sobre la mesa de noche, intacta, pero también acusadora.

Habría que tomarse la lectura con mayor naturalidad, pero sobre todo con mucho menor respeto. Sólo entonces el libro será lo que nunca debió dejar de ser: una herramienta para el estudio, pero también una oportunidad para el ocio y la curiosidad. Dotar al libro de un aura de supersticioso prestigio delata, en todo caso, una escasa relación con él. El libro es un objeto doméstico, doméstico hasta el punto de ser visitado con frecuencia y por ello mismo abandonado el mismo número de veces. El libro, sobre todo, es una palabra con minúsculas. No es El Libro, insospechado objeto de adoración. El libro es siempre un libro concreto, y puede ser, en consecuencia, un pozo de ciencia, una joya literaria o una espeluznante inanidad de la que salir huyendo cuanto más lejos mejor.

Cuando se habla del libro como un objeto excepcional, entronizado en las alturas más excelsas de la condición humana, nadie recuerda la librería Europa de Barcelona, acabado larvario del nazismo contemporáneo, ni a su propietario, pequeño Hitler en potencia, cuyo nutrido fondo editorial predicaba la separación de razas y extendía la teoría de que el Holocausto fue una soberana mentira histórica. La frase 'Yo leo mucho' puede pasar hoy día por un comedido pero sofisticado autoelogio personal, pero habría que permanecer muy fríos ante semejante comentario: lo importante sería saber de qué libros estamos hablando.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_