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Columna
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Ternura

EN UNA CARTA dirigida, en 1888, a su hermano Theo desde Arlés, Vincent van Gogh describía como única 'esa ternura en el mirar' de Rembrandt, que, a continuación, volvía a calificar de 'ternura desconsolada', de 'atisbo de un infinito sobrehumano que tan natural parece...'. Recoge la cita Julia Lloyd Williams, en su documentado ensayo Las mujeres de Rembrandt, publicado en el catálogo de la exposición, que, con este título, se ha exhibido sucesivamente en Edimburgo y Londres, una exposición, por cierto, que arrancó con la idea de estudiar a fondo el maravilloso cuadro de La mujer en el lecho del genial maestro holandés. Pues bien, este fascinante y enigmático lienzo, perteneciente a los fondos de la Galería Nacional de Escocia, de Edimburgo, puede contemplarse en el Museo del Prado hasta el próximo 9 de junio, junto al de Artemisa, el único de este autor que atesora nuestra principal pinacoteca, el cual ahora luce con recobrada pujanza gracias a su reciente limpieza.

Aunque no creo que haya una noticia artística más importante en Madrid que la que acabo de reseñar, sea o no mediáticamente festejada, no quisiera apartarme del verdadero fundamento de esta columna, de esa 'ternura desconsolada' y de ese 'atisbo de infinito sobrehumano' que, cierta vez, conmovió a Van Gogh al contemplar la representación femenina en Rembrandt. Tampoco me gustaría que pasara inadvertido el hecho de que haya sido una competente científica, Julia Lloyd Williams, quien rescate este comentario del pintor desorejado sobre su colega dos siglos y medio anterior. Hoy ya sabemos que La mujer en el lecho, por ejemplo, fue seguramente pintado hacia 1645, y que Rembrandt, por tanto, de haberse inspirado en un modelo real, éste tendría que ser el de Geertjie Dircks, quizá la única mujer cuya relación le dejó un poso de amargura. Menos claridad hay, sin embargo, en cómo interpretar el tema de esa mujer semidesnuda que, incorporándose en el lecho, descorre la cortina para observar lo que ocurre en su estancia.

Está muy bien que nos sigamos interrogando sobre todos estos detalles, que, quizá, nos aporten más luz sobre esta obra maestra, pero lo esencial en ella es patente y lo capta de inmediato cualquiera: la ternura de la mirada de Rembrandt y su capacidad para representar con naturalidad el infinito sobrehumano. Antes de él, nadie había emplazado ese anhelo, propio de los dioses, a ras de tierra: fue él quien dotó de humanidad a la belleza y lo hizo precisamente fijándose en la mujer y sus más íntimos gestos cotidianos, como si hubiera comprendido que, a través de ellos, la vida resplandece de verdad.

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