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Columna
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La incógnita que obsesiona

Concluido el congreso del PP tiene uno la impresión de haber asistido a un doble y simultáneo festín. De un lado, el del enardecido partido que gobierna, ahíto de satisfacción tanto por la feliz ejecutoria que proclama como por la confortable seguridad de que tiene cuerda para largo, no en balde se tiene por renovador y renovado, centrado y sobrado de mimbres programáticos y de líderes para emprender hazañas más altas, como la de desalojar al adversario de sus últimos reductos e impartir cada mañana tazas de constitucionalismo a los renuentes, como en otros tiempos se les administraba purgantes.

De otro lado, digo, el exacerbamiento de sus críticos mediáticos, singularmente belicosos y enfadados por esa exhibición de euforias contra las que, en general y por más que les pese, han tenido que limitarse a disparar andanadas ácidas, personalistas y circunstanciales: que si la corbata de éste, la desmesura de aquélla o el tono zonzo de tal discurso, aderezado todo con ingeniosas descalificaciones para uso de columnistas periféricos. Pero, de forment, ni un gra, excepción hecha de las valoraciones, propias de hermeneutas en ocasiones, acerca de quienes ascienden o se desmoronan en el escalafón. Tiempo habrá para otros análisis menos pintorescos.

En el único apartado en el que todos -críticos y clac- coinciden en su valoración es el relativo al cumplimiento del adiós anticipado del presidente José María Aznar. Insólito y ejemplar por producirse cuando se está en la cresta de la ola, así como por el precedente que establece y que tantos traseros deja al aire. Un patrón de conducta que contribuirá sin duda a que el ejercicio del poder sea más permeable y transitorio. Un gesto, subrayamos, que de manera preferente atañe al molt honorable titular de la Generalitat valenciana, Eduardo Zaplana, no sólo lastrado por su compromiso de no concurrir a una tercera legislatura, si no también por la misión cumplida que le oprime como una losa.

Y esta es la gran cuestión que obsesiona por estos pagos a todo quisque relacionado con el acontecer político. Una incógnita que desalojará el interés por otros asuntos cívicos más perentorios, lo que no deja de ser una perversión de la vida pública que no se contempló cuando, a efectos meramente electoralistas, el presidente Zaplana limitó sus mandatos sin establecer la fórmula sucesoria. Pero ahí está, abierta a todas las conjeturas, que en realidad son sólo tres. Irse, quedarse una tercera legislatura o presentarse de nuevo, arramblar con los votos y, validado con este capital, pedir una plaza relevante en el nuevo gabinete que un año después se constituya en Madrid.

Tengo para mí que ni los más íntimos saben qué le ronda por el magín a nuestro hombre, pero resulta obvio que la decisión estará muy condicionada por los avatares sucesorios que se produzcan en la Corte. Lo bien cierto es que Zaplana no cambia este taifato por un ministerio ni vende a ese precio su sacrificio. Si la Generalitat ha de servir de trampolín no ha de valer menos que una vicepresidencia. Pero con todo y eso, no habrá dejado de ser un trampolín. Y eso nos resulta mortificante.

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