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Columna
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Caricaturas e intranscendencias

Mabi Revuelta (Bilbao, 1967) participó hace dos años, junto a otros cinco artistas, en la exposición celebrada en el Museo Guggenheim titulada La torre herida por el rayo. Denunciamos entonces la absurda pretensión de tratar de elevar a aquellos artistas a la categoría de consagrados, cuando lo mostrado por la mayoría de ellos -principiantes en esto del arte- no valía gran cosa.

Ahora Mabi Revuelta expone dos instalaciones en la bilbaína Galería Vanguardia. Ha bajado al lugar que le corresponde. En las galerías de arte se prueba y busca la novedad. Es el lugar en el que se forjan los artistas. Sobre esa búsqueda, una de las obras, titulada Burbujas, consta de once formas esferoides que penden de hilos de plástico. Son formas forradas con un sinnúmero de esponjillas de maquillaje, que siguen la redondez propia de la esfera o bien se adornan con una suerte de orejitas caricaturales, al modo de pequeños collages.

La otra instalación va a ras de suelo. Allí se han posado múltiples trocitos de loza esmaltada por uno de los lados. Los montoncitos dispersos y libres, trazados con una grafía azarosa, sin especial atracción, crean unos caminos por los que el visitante a la galería debe sortear con cierto cuidado si desea deambular entre ellos.

El comentario a la exposición no tiene que formularse como denuncia de nada. Es una artista que presenta sus trabajos en el lugar adecuado. Se juzga lo visto como probaturas. Elige materiales poco habituales, como elemento novedoso. Sin embargo, esos materiales se ven transformados por un gusto superesteticista y acaban por someterse al servicio de una tendencia que raya con el escaparatismo. Viene a la mente la imagen de quien se deja por moda una larguísima trenza filiforme de su cabellera -como un hilito de pelos-, sin que añada nada a su inteligencia. Lo superficial como sinónimo de aparatosidad. La estética como bulimia del éxito rápido.

Muy oportuna y encomiable la labor de recuperación de Nicolás Martínez Ortiz (Bilbao, 1907-1991) por parte de la Galería Juan Manuel Lumbreras. Oportuna y encomiable, sobre todo porque es una manera de poder juzgarle a través de los materiales y especialidades plásticas por donde se manejó en vida. Sus óleos, gouaches, dibujos y carteles se reparten con prodigabilidad por las paredes de la galería.

Como pintor al óleo, los trabajos Martínez Ortiz están repletos de inflamientos. En especial cuando introduce la figura humana. Sobre temas que no son sino estereotipos, las figuras aparecen como si las hubiera inflado el aire a presión que se usa para los neumáticos de automóviles. Escenas de campesinos y pescadores como árcades de un País Vasco idílico no pasan de ser figuras caricaturales. Otra cosa es cuando nos enfrentamos a los bocetos de carteles. Ahí la acentuación caricatural no sólo tiene razón de ser, ahí toma carta de naturaleza de primer orden.

En la mayoría de los carteles -bocetos, recordamos- hace aparición las influencias del cubismo. De otro lado, en los carteles es necesario inflar a los personajes, txistularis, danzantes, alguacilillos y demás gentes festeras. Le basta con esquematizarlos en tintas planas. La apariencia caricatural aquí se convierte en llamada, cosa consustancial con la especificación del cartelismo.

En un par de gouaches -cartel de fiestas de Bilbao de 1963 y la paleta del pintor- se palpa la influencia clara de la obra de Picasso, Los tres músicos.

Si en el artista desaparecido su afanosidad por agradar lo llevó hasta la caricatura, en la joven artista su labor persistentemente esteticista le engrana a una estéril cadena de trascendencias intrascendentes.

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