Berlín, paseo bajo los tilos
Una ciudad desmesurada hasta en su elegancia
Al llegar a Berlín, un amigo allí residente desde hace años me advierte de que la gran tentación del que visita esta ciudad por primera vez es pretender descubrírsela a los demás, incluso a los que ya la descubrieron mucho tiempo atrás, algo que a mí se me antoja casi imposible porque tengo la desesperante sensación de que es muy difícil saber qué ocurre en este entresijo de calles y avenidas de tales proporciones que parece estar tratando de escapar de sí mismo hasta ramificarse y perderse entre bosques y canales. Cada monumento, cada piedra, tiene detrás tanta historia y polémica que el ciudadano va desplazándose con el movimiento interno de esta estructura móvil llamada Berlín, en la que los barrios cambian de aspecto; los ambientes cambian de barrio; la diversión, de ambiente; el oeste, al este, e incluso algunos edificios, de emplazamiento. Todo un cuadro demasiado complejo y poco evidente para el visitante ocasional, un cuadro abstracto que nunca se llega a captar del todo. En el fondo, la imagen era más sencilla antes, cuando la RDA era el frío, los espías, el clima de inseguridad de las novelas de John Le Carré o de Cortina rasgada, de Hitchcock. Hay que tener en cuenta que todos los mayores de 13 años sufrieron la situación creada por el muro. Ahora aquella realidad se ha llenado de luminosas y confortables cafeterías y tiendas, como las que flanquean la Tauentzienstrasse (oeste) o la Friedrichstrasse (este), que puede hacerle pensar al visitante que aquí no ha pasado nada, sobre todo porque se necesita una mirada algo entrenada para distinguir por la calle a los wessis (los sabelotodo del oeste) y los ossis (los patanes del este), como se denominan mutuamente. Unos y otros son fruto de ese pasado inmediato que constituyó el levantamiento (1961) y caída (1989) del muro, pero ¿y el pasado que precede a éste? También es una herida abierta. Porque aquí la historia tiene la peculiaridad de no sucederse en el tiempo, sino de convivir en el presente. Lástima, por el contrario, que aquel Berlín de los años veinte, cosmopolita, tolerante y loco, sólo permanezca en la crítica social de los cuadros de Otto Dix, de G. Grosz o de E. L. Kirchner, en colores que Emile Nolde dijo que eran 'vibraciones como de campanas de plata y sonidos de bronce', en la corrosiva novela Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, plaza irreconocible tras la política urbanística de Honecker. Por no hablar de los megalómanos proyectos arquitectónicos de Hitler, de los que por fortuna sólo pudo realizar algunos.
En Berlín se hace cierto eso de que la cara es el espejo del alma porque su faz, su arquitectura y estética en general no son ni más ni menos que productos de sus conflictos políticos e históricos. Por eso no es una ciudad que pueda calificar de bonita, sino más bien de desmesurada incluso en su elegancia, si me dejo llevar por la primera impresión, que fue la siguiente.
Inesperada y solitaria
Ya había contemplado en infinidad de imágenes cómo la avenida del Diecisiete de Junio -tan amplia que parece desplegarse sobre sí misma a derecha e izquierda- fluía hacia la Columna de la Victoria, allá al fondo, inesperada y solitaria, coronada por una figura dorada que preside el aire gris de esta tarde invernal. Pero es ahora cuando, por el solo hecho de estar aquí y de verla, se levanta sobre el suelo y toma consistencia. Sobrecoge bastante pensar que por donde ahora circulan familiares utilitarios hace tan sólo sesenta años desfilaban las tropas hitlerianas en pos del arco del triunfo de la Puerta de Brandeburgo, que más tarde formó parte del muro. En cuanto se pasa, ya se está en lo que fue Berlín Este. Pero antes sorprende la visión de una enorme antena pinchada en una pelota, que sobresale por encima de la ciudad. Se trata de la torre de televisión (Fernsehturm), un superpirulí muy útil a la hora de orientarse. Y que probablemente fue la primera conexión entre Este y Oeste -a pesar de que se construyó en uno de los peores momentos de sus relaciones-, puesto que era lo único que el muro, de cuatro metros de alto y 160 kilómetros de longitud, no podía ocultar en su totalidad. De hecho, en su cumbre dispone de un mirador giratorio que abarca esta ciudad gigante. De inmediato, la torre queda agrupada, al menos mentalmente, con el discurrir del monótono hormigón de grandes bloques de pisos y la cruda fachada ámbar del Palast der Republik, edificio enfermo de amianto con el que no se sabe muy bien qué hacer. Aun así, como un imán, la torre nos guía hacia ella, o sea, a la Alexanderplatz (llamada familiarmente Alex), con una fuente aquí, la torre de la televisión allá, neones inspirados en el mundo capitalista, tiendas y un aire destartalado y algo tristón. Por fortuna se conservó una de las iglesias más antiguas de Berlín, la Marienkirche, que sobrevive como un pariente anciano y solitario que vegeta en un rincón de la casa.
Para compensar existe, no muy lejos de la anterior, la Gendarmenmarkt, donde además del teatro la embellecen dos construcciones gemelas de principios del siglo XVIII, la catedral Alemana y la catedral Francesa, reflejándose una en el espejo de la otra, mientras que por sus fachadas altivamente melancólicas en este día frío resbalan algunas gotas de lluvia. Con esta imagen cruzamos Unter den Linden y el río Spree, cuyas estrechas y oscuras aguas de foso rodean la monumental piedra de la Isla de los Museos (el Museo de Pérgamo, el de Bode, la Antigua Galería Nacional...). Aunque, por supuesto, no todos están aquí. La Neue Nationalgalerie, por ejemplo, es una etérea construcción de acero y cristal de Mies van der Rohe, emplazada en la Potsdamer Strasse, sobre una plataforma en este momento azotada por una ventisca de aguanieve que posteriormente me acompaña hasta la Potsdamer Platz mientras me siento uno de esos personajes de Henry James que entran y salen de museos y monumentos en sus largos viajes por Europa. Hasta que, como quien se adentra en un bosque inesperado, me hundo entre montañas de espejos, de ladrillo, de vidrio. En un minuto he viajado a cualquier ciudad del mundo con rascacielos. Me siento en un café llamado Billy Wilder, frente a otro llamado Marlene Dietrich. Un territorio dedicado al cine. De hecho, aquí se celebra la prestigiosa Berlinale. Aunque no sólo al cine, pienso al toparme con el Potsdamer Platz Arkaden, el gran centro comercial.
Tras la saturación de modernidad de la Potsdamer Platz, lo ideal es buscar lo contrario, el barrio más antiguo de Berlín, Nikolaiviertel, reconstruido en su totalidad, y dejarse envolver en el encanto de la tasca también más antigua de la ciudad, Zum Nussbaum, situada junto a la iglesia de St. Nikolai. En cualquier caso, de querer dirigirse a esta zona y dejar atrás la Potsdamer Platz, las huellas del muro de la vergüenza y el Reichstag con la alegre y luminosa cúpula de la democracia, añadida por Norman Foster, conviene hacerlo por la ya mencionada arteria Unter den Linden (literalmente, bajo los tilos), cuyos tilos -y por tanto su sombra y su verdor y frescura- Hitler mandó talar para que luciese más saneada. Precisamente así, Unter den linden, titula Christa Wolf una de sus novelas cortas, que comienza y termina con las palabras que ahora me acompañan: 'Siempre me ha gustado pasear por la avenida Unter den Linden. A poder ser, tú lo sabes, sola'.
GUÍA PRÁCTICA
Población: 3,4 millones de habitantes. Prefijo telefónico: 0049 30.
- Iberia (902 400 500) vuela directo, desde Madrid y Barcelona, 289,11 euros, con tasas. Última hora en www.iberia.com, 161 euros, más tasas. - Lufthansa (902 22 01 01), a Berlín con escala, desde Madrid (256 euros) y Barcelona (240 euros, más tasas). - Swissair (901 11 67 06). Desde varios aeropuertos españoles, y con escala, 230 euros más tasas.
- Turismo de Berlín (0049 30 56 58 33 77; www.berlin-tourism.de). - Central de reservas hoteleras: 0049 1805 75 40 40.
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