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Una internacional de justicieros

Las acciones individuales y la indeterminación relativa que las acompaña sólo son inteligibles en función del conjunto de las determinaciones contextuales que las encuadran. Los comportamientos profesionales de los jueces Garzón, Halphen o Guzmán, aunque sean actos libérrimos, son producto de una situación, y por ello sólo cobran sentido en el marco de un conjunto de modos y de prácticas judiciales que se incardinan en un determinado orden jurídico nacional e internacional. A su vez, este orden jurídico-judicial es expresión de un sistema económico-social cuyos ejes principales son el primado de lo individual, la exaltación del mercado, los procesos de mundialización, la descalificación del Estado, la dominación de lo financiero, la innovación tecnológica, la competitividad, el éxito. Todo ello, en esta hora de descalabro de la política y de orfandad de los valores, al amparo de la única legitimidad residual: la del derecho. Legitimidad amenazada por la fragilización de lo público y por el hecho de que la efectividad de las normas depende exclusivamente de la capacidad vinculante y coactiva que le otorga en gran medida ese referente nacional fragilizado.

Los grandes actores de este ámbito son los abogados y los jueces, cuyo destino profesional ha sido muy diverso. Los primeros han entrado por la puerta grande en el nuevo mundo de los negocios -el big business- y se han instalado en él, convirtiéndose, según el ejemplo de las grandes firmas jurídicas de Wall Street, en consejeros técnicos mucho más que en abogados propiamente dichos (Cohen-Tanguy, 1989). Después han adoptado las pautas de todas las multinacionales de servicios y han llevado con ello la lógica del negocio hasta el mismo corazón de la producción jurídica (véase Yves Dezalay, Marchands de droit, Editions Fayard). Los jueces, en cambio, han seguido anclados en el modelo del servidor del Estado, con recursos muy limitados y con unas rutinas burocráticas de las que no se les permite alejarse, lo que les priva de gran parte de su capacidad de acción. Son artesanos dignísimos, pero de eficacia limitada. A este extaordinario desequilibrio de medios que con mucha frecuencia confina a los jueces en administradores de la justicia para pobres se ha venido a agregar una enorme masa de trabajo, consecuencia de la judicialización de todas las actividades humanas, incluidas las de la vida cotidiana, a la que no es ajena la creciente inseguridad urbana y la conciencia cada vez más extendida que hace que todos queramos hacer valer nuestros derechos. El resultado es una justicia pobre para pobres, que, a partir de un cierto nivel de exigencia profesional y pública, lleva a una práctica judicial vivida, según temperamentos, en una confrontación más o menos exasperada.

Pero, sobre ello, el tener que responder a una corrupción política en la que inevitablemente desemboca un sistema de partidos con grandes necesidades económicas que no pueden satisfacerse legalmente, les obliga a enfrentarse con los responsables de las formaciones políticas, creando un antagonismo entre poder judicial y poder político, quizás inevitable e higiénico en las circunstancias actuales, pero que es al mismo tiempo desestabilizador de la opinión pública -todos los políticos son unos ladrones- y que empuja a los Gobiernos al control del aparato judicial. Afortunadamente, las intervenciones a favor de los derechos humanos y en contra de sus más notables conculcadores -Pinochet y otros- son acciones sin saldo negativo, las cuales -unidas al hecho de que tantos líderes políticos nacionales del más alto nivel hayan sido procesados y/o condenados- convierten a los autores del derribo en protagonistas de la vindicta común. La espectacularización de esas hazañas judiciales por parte de los medios, confiere a los jueces y magistrados la condición de vengadores del honor colectivo, no local ni nacional, sino mundial. La fascinación que ejercen los jueces se ha traducido a nivel popular en la aparición de una internacional de justicieros que si por una parte es saludable, por otra oculta que lo que cuenta no son estas reparaciones concretas, sino la transformación de las condiciones que las hacen necesarias.

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