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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Decepción y destino

Había una discreta pero viva expectativa en torno a este libro. Su autor, Enrique Murillo (Barcelona, 1944), fue uno de los más señalados valedores de lo que, allá por los ochenta, se entendió por 'nueva narrativa española'. Él mismo se descubrió, por aquellos años, como un notable y muy prometedor escritor. El volumen de relatos El secreto del arte (1984) y la novela El centro del mundo (1988), sus dos únicos libros hasta el presente, obtuvieron en su día una excelente acogida por parte de la crítica. Pero la carrera literaria de Murillo fue desviada, como la de tantos otros, por su dedicación al periodismo, primero, y luego al campo de la edición. Su regreso ahora como novelista se produce después de más de una década de silencio. Sobraban motivos para pensar que era un regreso dictado por la necesidad de ajustar cuentas pendientes, de satisfacer ambiciones postergadas. El largo tiempo transcurrido animaba la expectativa de una novela contundente o muy meditada. Lejos de eso, sin embargo, Qué nos pasa viene a ser una liviana fábula moral, que con maneras expertas pero descreídas se prolonga más de la cuenta, diluyéndose en aguachirle novelístico lo que quizá hubiera dado materia para un buen relato.

QUÉ NOS PASA

Enrique Murillo Destino. Barcelona, 2001 192 páginas. 14 euros

La novela se abre con dos citas de Javier Marías y de Justo Navarro que, sobre trazar un radio de complicidades (ampliado más adelante con nuevas citas de Nabokov, de James y de Sebald), adelantan muy explícitamente el tema y la moraleja de la historia: la dificultad de reconocer el propio destino y la necesidad de su aprendizaje. El protagonista -Arturo- es un hombre ya maduro que regenta en Barcelona una verdulería y que, con motivo de su cincuenta cumpleaños, resuelve viajar por primera vez fuera de España para dar cumplimiento a aquello que, desde niño, él mismo ha sentido con toda fuerza que iba a ser la culminación de su vida: visitar el Partenón de Atenas.

Ocurrió con motivo del cromo de una chocolatina en el que aparecía reproducido el monumento: 'Yo iré allí algún día', eso pensó Arturo, 'y cuando vaya sé que ocurrirá algo tan excepcional que hará de mí lo que ya soy sin serlo, allí seré yo y lo seré para siempre'. Con la fuerza que le da esta certidumbre, la de ser un hombre con un destino, Arturo sobrelleva 'una vida vulgar, común', 'una vida del montón', que en el momento de la novela emprende resueltamente el camino -el peregrinaje- hacia su propia revelación. Lo que en la novela se cuenta es, propiamente, esa revelación, su contenido desconcertantemente trivial y su inevitable aceptación.

Con todo y ser un tipo más bien zafio que, separado de su mujer hace ya tiempo, cultiva ciertos aires de galán sirviéndose de un bigotillo y de una sonrisa burlona a lo Clark Gable, Arturo no sólo es capaz de conformar su vida a un presentimiento precoz, aunque difuso, de su propio destino, sino de plantearse cosas como que 'la individualidad es la impostura, una mentira fácil ante la que no dudamos'. Por ahí apunta la grieta fundamental de la novela: la inconsecuencia y la inverosímil catadura de su protagonista, una especie de gañán metafísico y crepuscular, con melindres de solterón, aquejado de mitomanía. La novela entera acaba precipitándose por esa grieta, y el esquemático planteamiento, apto para ensayar un cuento filosófico, con guiños cultos y maneras elegantemente parabólicas, se abulta con toques de sentimentalismo y de humor grueso, de coloquialismo intimista, de costumbrismo moral, para enderezar, con desganada solvencia y escaso provecho, una ética de la resignación y una épica de la mediocridad.

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