'La superficie de mis cuadros es como una piel'
Sean Scully pinta cuadrados, rayas, formas geométricas. Estas abstracciones son, admite, fruto de una compulsión artística de llegar hasta el límite de las cosas, el límite de lo gráfico, de sus telas, de la vida quizá. Se autodefine extremista, y sus motivos, que son limitados y repetitivos, familiares, nos acercan al mundo de un Mark Rothko o una Bridget Riley, los pintores que primero le inspiraron. La belleza, el significado de su obra, reside en lo irregular que hay en sus cuadrículas y rayados, la inesperada imperfección de sus líneas, sus rectos defectuosos y borrosos que enfrentan el racionalismo a la dislocación.
Desde 1994, este irlandés de 57 años, con cuerpo macizo de boxeador, vive y pinta en un estudio de una callejuela de Barcelona que marca el límite del barrio del Raval saneado, limpiado, restaurado, culturalmente aceptable, con el MACBA como la guinda en su centro y el Raval eterno ingobernable, de los oscuros deseos y de los emigrantes olvidados de hoy. Quizá esta faceta de su barrio le recuerde a su infancia, que define como 'de familia irlandesa católica pobre, muy pobre, emigrada a Londres'.
'He tenido que esconder mi ternura durante años, ahora busco ser malicioso, un poco temible'
'En la batalla por el éxito te adaptas o te destrozan. Nueva York me seducía y me repelía a la vez'
Scully divide hoy su tiempo entre este estudio barcelonés y sus estudios de Nueva York y Londres. Aquí, en el diáfano espacio del Raval, ubicado en un antiguo edificio industrial, no hay nada más que cuatro paredes y un suelo de madera, aparte de sus telas, y una acumulación casi escultórica de potes de pintura. Aunque hay música soul y ambiente acogedor, Scully ha creado un riguroso vacío donde la única concesión al confort es un viejo sillón de cuero y un recorte de revista en la pared que muestra la superficie de la luna. Su cuerpo de combatiente, grande, pesado y alto, se enfunda en el sillón que le rodea como si fuese un apéndice. Como único otro asiento, una escalera cubierta de goterones de pintura, un legado del anterior ocupante del espacio. 'Siempre me gusta guardar un objeto del inquilino anterior', señala. Scully tiene un humor seco, británico, y esa característica peculiarmente irlandesa: la de contar su vida como si fuese un cuento. Relata, como si fuese broma, que su relación con España no es nueva. Sus padres, virtuosos del baile de salón, fueron campeones de tango y dieron demostraciones por toda la Península allí por la mitad del siglo pasado. Su madre aún vive aquí. Cuenta también cómo en 1975, al principio de su vida en Nueva York, en esa ciudad 'terrible' llena de aspirantes a artistas como él, se ganaba la vida en las canteras de construcción y en las mesas de pool, el billar americano. Lo hace como si de una película se tratase: 'Aprendí rápidamente que o te adaptas o te destrozan en la batalla por el éxito. Nueva York me seducía y me repelía a la vez'.
Aunque había expuesto con 28 años en Londres en la galería Rowan en una mítica exposición donde se vendieron la totalidad de sus cuadros, en Nueva York el reconocimiento tardó más. La transición artística de Londres a Nueva York, en términos de su obra, la hizo gracias a una beca, y su primera exposición individual en Manhattan tuvo lugar en la galería Duffy Gibbs. Fue en 1977. Pronto el éxito le arropó, le elevó hasta llegar a un punto inimaginable. Durante el boom de los años ochenta había hasta sesenta personas en la lista de espera de su galería de Nueva York y todos querían un scully. 'Demasiado caliente, demasiada presión', admite ahora. Pero en esos años pudo de alguna manera volver a abrirse. 'Me había creado una armadura para defenderme, para protegerme en esa ciudad, y sólo con el éxito pude empezar poco a poco a deshacerla'.
Scully está en busca de su inocencia perdida. 'Creo ser una persona muy tierna, y eso lo he tenido que esconder durante años, ahora busco volver a ser poco malicioso, poco temible'. Este viaje muy personal hacia las raíces de su ser se puede apreciar en la muestra del IVAM, que engloba esencialmente su obra reciente donde, con sus cuadros geométricos, Sean Scully llega a humanizar el abstracto. 'Soy discípulo de Mondrian, pero también, y quizá sobre todo, de Matisse. Pienso en la superficie de mis cuadros como en una piel. Los siento vivos'.
En Barcelona, donde su galerista Carles Taché es desde hace casi diez años amigo y aliado, encuentra Scully más fácil perderse en sus intuiciones, dejar que los cuadros surjan solos, apenas controlando el pensamiento creativo, entrar en un estado 'metafísico'. 'Por eso también España es parte importante de mí'.
Sean Scully. Pinturas, acuarelas y fotografías se presenta en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, IVAM (Guillem de Castro, 118), del 31 de enero al 7 de abril.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.