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Columna
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Violencias

El rito de las concentraciones silenciosas en repulsa del terrorismo y en defensa de la libertad ha sido una de las costumbres españolas de los últimos años. En las plazas de los ayuntamientos, a las puertas del trabajo, bajo la lluvia de enero o el sol de julio, los españoles nos hemos reunido para oír la música tristona de lo ya sabido en el más puro de los ideales democráticos. Basta ya, una y otra vez, basta ya, porque la violencia nunca está justificada. A veces nos sentimos inútiles, o ingenuos, al repetir nuestra oración laica, y al insistir en el recetario final de que un estado de derecho no puede confundirse con los asesinos. Llegamos incluso a juzgar a los responsables del Ministerio del Interior implicados en la lucha antiterrorista, con la certeza de que la tortura y el crimen son un atentado inaceptable contra la dignidad humana, sea cual sea la condición de la víctima. Ese juicio hubiera sido impensable en otro sitio. La rara historia de nuestro país hizo que llegáramos a creernos el espíritu de la democracia cuando algunos de los países occidentales empezaban a olvidarlo. Podemos sentirnos orgullosos de haber defendido con tristeza y monotonía una lucha democrática contra el terrorismo. Nadie está justificado para saltarse la declaración de los derechos humanos por orgullo patriótico o racista.

Uno no puede esperar que la barbarie solucione la barbarie. Cualquier posibilidad de optimismo histórico desaparece si la tradición democrática occidental abandona sus razones en nombre de la ley del Talión. Por eso tenemos derecho a exigirle a los Estados Unidos que cumpla las leyes internacionales, que no levante campos de concentración, que no mate, que no torture. Y, por eso, estábamos en el derecho de esperar que Israel actuara de otra manera en la solución de sus conflictos. Los terroristas árabes no fueron nunca nuestra esperanza; Israel podía haberla sido. Resulta impresionante el grado de autolegitimación que se ha apoderado de los defensores fundamentalistas de Israel. En los años que llevo escribiendo esta columna, he criticado a la Iglesia católica, al fundamentalismo árabe, al nacionalismo vasco, al folklore andaluz, a la policía española, al gobierno socialista, al gobierno de la derecha, a mi ayuntamiento, a mi partido, a mis amigos, a mi padre y a mi propia cara sorprendida en el espejo de la conciencia. No ha pasado nada. Pero cada vez que critico una acción violenta o un crimen cometido por el Estado de Israel se me llena el correo electrónico de insultos, protestas y acusaciones de complicidad con el terrorismo internacional, con el nazismo y con la Inquisición. ¿Qué mira esta gente por la televisión cada vez que un misil revienta una escuela palestina o, es casi lo mismo, un coche conducido por canallas? Se ve que cada época encuentra sus razones para justificar la muerte. Los nazis debieron tener las suyas. Los terroristas árabes deben tenerlas también. Mientras, los pacifistas y los defensores de los derechos humanos estamos condenados a que nos consideren idealistas ingenuos, tontos útiles o, a los ojos de los patriotas más belicosos, cómplices del terrorismo internacional.

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