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El patriotismo constitucional y otros disfraces

El 'patriotismo constitucional', concepto que, por mor de los intereses políticos del PP, vuelve al debate público, es, desde el punto de vista liberal (de los liberales del siglo XIX), una redundancia. José Álvarez Junco, en su reciente libro de obligada lectura (Mater dolorosa, la idea de España en el siglo XIX) lo documenta con rigor. En efecto, ya las Cortes de Cádiz fueron deudoras del pensamiento según el cual la Patria se identificaba con la Libertad. Así, Manuel José Quintana explicó que los 'antiguos (se refería a los romanos) llamaban Patria al Estado o sociedad a que pertenecían y cuyas leyes les aseguraban la libertad', mientras que allí donde 'las voluntades estaban esclavizadas... y no existían leyes dirigidas al interés de todos, había un país, una gente, un ayuntamiento de hombres, pero no había Patria'. Flores Estrada, cuando se convocaron las Cortes en Cádiz, también lo había dejado claro al proclamar que 'los españoles se hallan sin Constitución y, por consiguiente, sin Patria'. Para que no quedaran dudas, Argüelles, al presentar la Constitución elaborada en Cádiz, la anunció así: 'Españoles, ya tenéis Patria'.

Aquellos liberales volvían a Cicerón y a Roma, época que conocían bien, pero, sobre todo, bebían en fuentes más cercanas, las de la Revolución Francesa, cuyos líderes llamaban 'patriotas' a los revolucionarios frente a los 'aristócratas', partidarios del Antiguo Régimen.

Habermas, al que tanto se cita ahora, cuando emplea el concepto de 'patriotismo constitucional', lo reivindica como seña de identidad de una Alemania que había soportado otro 'patriotismo', el de los nazis. Un 'patriotismo' excluyente, liberticida y criminal. Después de Auschwitz se precisaba una nueva identidad, la constitucional, aquella que no se pudo consolidar durante la República de Weimar.

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Más útil y conveniente habría sido que ese 'patriotismo constitucional' habermasiano, reclamado ahora por la derecha española, se hubiera proclamado tras la muerte de Franco, quien había representado con particular exasperación el otro 'patriotismo', el de la vieja tradición 'patriótica' del nacional-catolicismo. Aquél era el momento y no ahora.

Durante el siglo XIX y buena parte del XX, la caverna política nacional se ha sentido patriótica, y lo ha sido a su modo, pero nunca se sintió constitucional, sino todo lo contrario. Las reticencias que esa tradición planteó frente al impulso constituyente durante la transición de los años setenta del siglo XX están demasiado cerca como para ser obviadas mediante una frase, la verdad, traída por los pelos.

Este 'patriotismo constitucional', me malicio, tiene raíces más cercanas, tanto como las elecciones celebradas el pasado mayo en el País Vasco. Durante aquella interminable y arrasadora campaña electoral se predicó una particular visión de la Constitución, se construyó, deprisa y corriendo, un 'bloque constitucional' que tenía su engarce mayor en el artículo 2 de la Constitución ('la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles') y otro menor en el Título VIII, que consagra el régimen autonómico. Pero frente a los adversarios (entonces básicamente el PNV) no se podía utilizar como arma arrojadiza el verdadero tronco de la Constitución, ése que sí informa el 'patriotismo constitucional' de Habermas (y, en general, de los demócratas), a saber: el Título I de la Constitución Española, que trata de los derechos y deberes fundamentales, es decir, de las libertades civiles. Y no se podía exhibir porque el adversario, el PNV, tenía mayores créditos y, sobre todo, más antigüedad en su defensa que los socios fundadores del PP, demócratas sobrevenidos tras una etapa personal en la que rechazaron, ejerciendo el poder, todos y cada uno de los artículos de ese Título I.

Estamos, pues, ante una bandera de conveniencia. De conveniencia electoral, pues el rechazo y demonización de los nacionalismos llamados 'periféricos' se le ha mostrado y se le muestra rentable al PP en las urnas. Tanto allí (Euskadi, Cataluña), donde no se gana, pero se aglutinan los votos no-nacionalistas, como acá (en el resto de España), donde se saca pecho y se 'demuestra' tener una 'idea de España' de la que carece el adversario, es decir, en este caso el PSOE. Lo único que pretende el PP es aplicar a la política el 'achique de espacios', la táctica futbolística de Menotti, el maestro de Valdano.

Sustituir ideas por eslóganes, rostros por máscaras, ése es el método. Todo ello arroja como resultado la confusión. Una confusión interesada. La apabullante tropa mediática de la que dispone el Gobierno (antes se le llamaba 'aparato de propaganda') se encargará del resto, mediante la descalificación y la picota para quien no se avenga a sus razones o recurriendo al ninguneo sistemático que tanto se practica.

Pero, volviendo a la Constitución, que fue el producto de un consenso, no está de más aprovechar el viaje para recordar algunos de sus artículos, que son tan 'patrióticos' como el resto, a fin de sopesar qué ha sido de ellos, en qué medida se respetan, hasta qué punto el tiempo transcurrido y las políticas practicadas los han convertido en agua de borrajas. Por ejemplo, el artículo 18, que garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, amén de la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, etcétera, en manos de la prensa más dura (por cierto, pro-gubernamental), y tras el terrorismo, es papel mojado, pues existen prácticas y normas que no se compadecen con lo ordenado en ese artículo 18. El artículo 20, que expresa el derecho 'a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión', ¿cómo obliga a esa prensa y a la otra?

El artículo 31 señala que 'Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad'. Cualquier análisis riguroso de la realidad fiscal española en la hora actual lleva a conclusiones que contradicen este texto constitucional. Quizá por eso el Gobierno se cuida de ocultar los datos, eliminando las publicaciones fiscales que antes se editaban.

En el artículo 35 se dice que 'Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo'. No se trata de contrastar lo que es obvio: que la realidad contradice el 'mandato' constitucional, sino de mostrar hasta qué punto las sucesivas reformas, vale decir, el destrozo del viejo derecho laboral, no han ido a favor del texto constitucional, sino que han puesto las velas a favor de otros vientos, que, eso sí, han soplado bien fuerte.

Y no soplan a favor ni del artículo 40 (distribución equitativa de las rentas) ni del 41 (Seguridad Social suficiente), ni del artículo 50 (suficiencia económica de los ciudadanos en la tercera edad) ni, por supuesto, del artículo 47: 'Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación'.

Tampoco, en este caso del artículo 47, se trata de que el Estado entregue mañana mismo una vivienda 'digna y adecuada' a todos los españoles que carezcan de ella, pero, al menos, habrá de reconocerse la obligación 'patriótica', en tanto que constitucional, de hacer normas y practicar políticas de 'acuerdo al interés general para impedir la especulación'. Exactamente lo contrario de lo que se está haciendo. Normas éstas, las realmente practicadas, que han llevado hacia el paraíso a los especuladores y hacia el infierno de unos precios del suelo y de la vivienda inasequibles para el común de los mortales que quieren fundar una familia o necesitan cambiar de residencia.

Si se recitara ante el público el artículo 128 de la Constitución, probablemente suscitaría risas en el auditorio. Risas amargas, desde luego. 'Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general', eso dice el mencionado artículo. El siguiente artículo, el 129, incide en ello al señalar que 'los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación (de los trabajadores) en la empresa... También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción'. ¿Qué pensarán de la eficacia de estos artículos los jóvenes españoles, sujetos a una contratación laboral efímera y, por supuesto, sin ninguna posibilidad de 'acceso a la propiedad de los medios de producción'? Quienes nos gobiernan, todos 'patriotas constitucionales', por supuesto, ¿qué caso hacen a los citados artículos de la Constitución? Pero ya estoy oyendo las voces que denuncian la demagogia de preguntas así, tan poco pertinentes a estas alturas.

Mas, sea como sea, la Constitución sí que es una, y si de ella se aherrojan estos artículos y otros, ¿qué le queda? Desde luego, no el consenso, que le dio la vida, tal y como entonces se expresó.

El espíritu constitucional es aquel que informa los derechos y las libertades, también las obligaciones de los ciudadanos, pero en el último cuarto del siglo XX era algo más. Encerraba una concepción igualitaria de la sociedad, una voluntad de hacer posible la justicia social, predicada por unos y por otros durante más de un siglo, y que en la Europa libre había tomado cuerpo tras la Segunda Guerra Mundial. Este conjunto de ideas acordadas forman un todo y no es posible, sin engaño, hacer bandera de unas y preterir las otras. Es posible que la propaganda consiga imponer por un tiempo esta falaz mutilación, pero no sin agredir a la letra y al espíritu de la Constitución que se dice defender tan 'patrióticamente'.

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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