La telaraña sangrienta
Ha muerto Cela, 'sin duda el primer escritor en castellano -en catalán sería Pla- posterior a la guerra civil y uno de los grandes en línea con Galdós, Clarín, Valle-Inclán, Baroja, Azorín' (Baltasar Porcel). Me lo presentó mi padre en 1953 en Barcelona. Me dedicó La familia de Pascual Duarte (en la edición de Destino de 1951): 'A mi joven amigo Juan de Sagarra, con el afecto sincero de Camilo José Cela. Barcelona, 25 de marzo de 1953'. La lectura de aquel libro me produjo una fuerte impresión. Hará cosa de tres o cuatro años volví a leerlo y se me cayó de las manos. 'Se ha vuelto de cartón piedra', me confirmó Juan Marsé.
Cela ha muerto con un viva a Iria Flavia, la localidad de la pedanía de Padrón (A Coruña) donde había nacido y de la que el Rey le hizo marqués. Al parecer, era aficionado a dar vivas. A finales de la década de 1950 solía frecuentar un prostíbulo que había cerca de la plaza de la Bonanova, en compañía de sus amigos de la revista Destino. Se encerraba en la habitación con una de las chicas y minutos después se escuchaba un sonoro '¡Viva España!'. 'El señor académico se está corriendo', decía la madame. Era un español extravagante, valleinclanesco, si bien jamás logró superar a don Ramón María, ni con la pluma, ni con la lengua, ni con el ademán.
Pascual Duarte y Francisca González: la telaraña sangrienta del parricidio de la ficción a la realidad
Tres ministros del Gobierno de Aznar llevaron su ataúd a hombros. Mucho se ha escrito sobre Cela a raíz de su muerte. Lo mejor, para mi gusto, lo ha escrito el chileno, el gran escritor chileno, Roberto Bolaño en este periódico. 'Resulta sofocante el alud de elogios. Hoy he leído que Arrabal, junto con dos de sus amigos prestigiosos, consideraba a Cela el más grande autor vivo universal. Quiero pensar que el dolor, seguramente, hace delirar. ¿Qué impulsa o qué sostiene tanta unanimidad? ¿El Nobel? ¿Son las hordas de Benavente que vuelven con muletas del olvido? Tanta unanimidad, francamente, asquea', escribe Bolaño. Y termina: 'Entre el macho anciano y el caballero perplejo, entre el Dalí entrado en carnes y el académico inmóvil, entre el hombre que ganó todos los premios y el tipo que despreció olímpicamente a todos los maricones, hay un hueco secreto para el mejor Cela, uno de los mejores prosistas, en plural, de la segunda mitad del siglo XX, un ser humano feliz con Marina, un tipo peligrosamente parecido a nosotros' (EL PAÍS, 19 de enero de 2002).
Todavía no acabábamos de enterrar a don Camilo, todavía los tres ministros de Aznar se reponían -'¿unas pochas, señores ministros?'- del gran peso que había caído sobre sus hombros, cuando la horrible tragedia hizo su aparición en la pantalla del televisor: en Santomera (Murcia), una madre, Francisca González, había, al parecer, estrangulado a dos de sus hijos, de seis y cuatro años. Viendo los arañazos en el rostro de la supuesta parricida (causados, dicen, por los hijos al intentar defenderse), no pude menos que pensar en la confesión del otro parricida, en Pascual Duarte, la criatura de Cela, cuando mata a su madre: 'Me arañaba, me daba patadas y puñetazos. Hubo un momento en que con la boca me cazó un pezón -el izquierdo- y me lo arrancó de cuajo. Fue el momento mismo en que pude clavarle la hoja en la garganta... La sangre salía como desbocada y me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos...'.
La realidad supera la ficción y, en este caso, los arañazos en el rostro de Francisca y en el rostro de Pascual Duarte se cruzan hasta formar una telaraña sangrienta que eclipsa, expulsa de la pantalla del televisor los funerales del extravagante don Camilo.
El escritor, el novelista se esfuma para dejar paso al monstruo, el cual se instala en su territorio, junto a las juventudes canoras que compiten para el triunfo, la polla del conde ese y el inefable cine de barrio. '¡Asesina!', '¡Hija de puta!', gritaban los murcianos a Francisca cuando entraba en las dependencias del Palacio de Justicia. Son los mismos murcianos que la habían visto el día anterior, en la pantalla del televisor, apoyada en el hombro de su marido, deshecha, durante el entierro de sus hijos. Y, detrás de Francisca, iban un par de guardias, no fuera que la presunta parricida se escapase.
¿Sabía la Guardia Civil que Francisca era la presunta culpable de esas muertes? ¿Tenía elementos suficientes de juicio para suponerla responsable de las mismas? De ser así, como todo hace suponer, ¿por qué le permitieron ir al entierro de los hijos? ¿Por qué permitieron que el monstruo mostrase su dolor -que podía ser sincero- ante las cámaras de televisión? ¿Para que al día siguiente, tras declararse Francisca culpable, los murcianos pudiesen llamarla, con-toda-la-razón-del-mundo, asesina e hija de puta?
Estaba yo viendo el televisor, cuando apareció un periodista con la alcachofa en ristre, el cual, dirigiéndose a la madre de la presunta parricida, una mujer de setenta y pico de años que le mostraba la foto de familia de la primera comunión de los hijos, le soltó: '¿Ya sabe usted que su hija acaba de declararse responsable de los crímenes?'. Y, claro, la pobre mujer no lo sabía. ¡Se enteró por un periodista, ante la cámara, ante toda España! Deontológicamente hablando, no creo que la conducta del periodista sea la más correcta, aunque no me extrañaría que a esas horas el incorrecto periodista de la alcachofa haya sido ya felicitado efusivamente por sus superiores.
El monstruo. En una radio hablan de Medea y en la otra la señora Pàmies dice que hay que prohibir las drogas de una vez por todas (la supuesta parricida confesó haber tomado coca y whisky). La cosa no ha hecho más que empezar. Me dicen que el marido, el padre de los hijos, piensa ejercer la acusación particular. La gente se pregunta cuál será el móvil de ese horrible asesinato. Y yo me pregunto: ¿No habrá en este bendito país un Consejo del Poder Judicial, un ministro de Justicia, capaces de arrebatar a Francisca González de la Guardia Civil, de los tribunales, de las cámaras, de los periodistas de la alcachofa, y protegerla en una institución psiquiátrica para que los médicos puedan ayudarla a comprender el porqué de esa horrible tragedia, y devolverle la paz?
Pascual Duarte y Francisca González: la telaraña sangrienta. Ojalá no haya más sangre. Al menos de una cosa podemos estar seguros: a la supuesta parricida ya no pueden darle garrote. Como se lo dieron a Pascual Duarte.
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