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Columna
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Apunte

El taxi, entubado en la calle de Fuencarral, avanzaba con espasmódicas sacudidas inmerso en la espesura de esos atascos que no existen más que en la mente calenturienta de los periodistas madrileños que los inventan para incordiar a su benemérito alcalde. Era una tarde gris, de medio luto en la calle y de luto riguroso en el mundo de las letras. Hoy, día de luto en las letras españolas, había titulado un diario poco imaginativo para informar a sus lectores sobre la muerte de Camilo José Cela, al que el taxista llamaba con gran familiaridad Camilo, a secas. El taxista había leído en su juventud Viaje a la Alcarria y luego La familia de Pascual Duarte y La colmena. El taxista sentía de verdad que Camilo se hubiera ido, que hubiera sucumbido a esa experiencia tan vulgar e igualitaria que es la muerte.

A través de la radio llegaban las voces crispadas de los contertulios de velatorio que fluctuaban entre el ditirambo y el vituperio. El taxista decidió cambiar de canal cuando uno de los vituperantes repasaba una interminable lista de pecados y faltas, personales o literarias, en su biografía o en su obra.

-¿No cree usted que se están pasando? Lo importante de un escritor es su obra y no las barrabasadas que pudiera hacer en sus ratos libres-. El taxista buscaba mi asentimiento y lo tuvo. En Cela se fundían y a veces se confundían el escritor, la persona y el personaje. Los que sólo se fijaban en el personaje, atrabiliario y mordaz, grosero y sarcástico, solían despreciar a la persona y a su obra, que con ignorancia y prepotencia juzgaban saldada después de La colmena y el Pascual Duarte.

El mismo don Camilo José se equivocaba a veces y trastocaba su persona con su personaje y entonces era el Camilo de los tacos, escatológico y obsceno personaje mediático, señor del escándalo y el exabrupto. El único escritor al que los ágrafos e iletrados prestaban atención cuando aparecía en la pequeña pantalla, para ver si desbarraba. El día de su muerte, don Camilo empezó a hacer milagros. No el tipo de milagros que el Vaticano acepta para homologar un proceso de canonización. Ni curación prodigiosa, ni salvamento taumatúrgico, el primer milagro de don Camilo fue conseguir que en las horas siguientes a su óbito todo el mundo, el de los medios y el de la calle, en las emisoras y en las tabernas, en las redacciones y en las oficinas, en los talleres y en los transportes públicos, todos, o por lo menos muchos, hablaran de literatura alrededor de su túmulo. Madrid era una tertulia literaria, una villa ilustrada en la que cada café era un Café de artistas, y en la que tomaban voz y daban su opinión personas que podían haber sido personajes celianos, sujetos de los retratos al minuto y al ácido que formaron parte de esa masa coral, de esa innumerable comparsería que pulula por las novelas madrileñas del autor y en sus magníficos y olvidados apuntes carpetovetónicos, en sus artículos y en sus misceláneas.

De las celdillas de La colmena madrileña, del Cajón de sastre y del Tobogán de hambrientos han salido para el velatorio de don Camilo José, 'el del Nobel', los inquilinos de Santa Balbina, 37, gas en cada piso, los polichinelas del Nuevo retablo de don Cristobita, Los viejos amigos y El gallego y su cuadrilla. Resucitó Sonsoles Trijueque, que fue, en la flor de la edad, 'Miss Peña Futbolística del Rayo Vallecano', y volvieron a dar señales de vida Serafín Palomo, artista lleno de conformidad y Estanislao de Dios López, alias Vidrio, prendero consorte que quiso ser matador de reses bravas y se casó con Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma. La inconstante Leocadia y doña Fabiola Padilla, dama rebosante de actividad, y Cándido Calzado Bustos, joven de provincias que vino a comerse Madrid, y un tonto que se cree guardia, y Julián Tardajos, transeúnte, y otro Serafín, el pinche de Betanzos, que visitó Hong Kong. Un cortejo de banderilleros y filósofos, cupletistas y carabineros, poetas sin suerte y limpiabotas enlutados, todos en el velatorio de don Camilo. El coche entubado en la calle de Fuencarral se ha convertido en el desvencijado taxi familiar de Ángel Suárez Rey, alias Gasógeno, que llevó a Sisemón Peláez, novio de novia muerta, y a sus allegados al cementerio del Este, donde Alicita recibió cristiana sepultura. Descanse en paz.

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