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Columna
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De la autogestión a la digestión

Joan Subirats

Cataluña empieza su andadura política democrática en 1977 y recupera sus instituciones de autogobierno. En 1980, Pujol y CiU llegan al poder y no lo abandonan hasta hoy. En 1980, con la ilusión que podemos imaginar, empiezan a abordarse los muchos asuntos pendientes que el país tenía planteados. La cantidad de cosas por hacer era de tal envergadura que hacía muchas veces innecesario el plantearse grandes dilemas sobre prioridades, protagonismos institucionales o las distintas maneras de hacer las cosas. Estaba claro qué se tenía hacer (todo lo que el franquismo no había hecho), no se dudaba de quién tenía que hacerlo (la Generalitat recuperada), y para cómo hacerlo Pujol y su movimiento-coalición establecieron una serie de acuerdos tácitos con los agentes sociales de cada sector o ámbito de actuación. En efecto, Cataluña partía de una posición mejor que muchas otras nuevas instancias de gobierno autónomo o local. La propia voluntad de resistencia al franquismo y de defensa de los signos de identidad propios, y la propia pujanza de la sociedad y la economía del país, habían conseguido ir acumulando protagonismos y proyectos en ámbitos como la salud, la educación, la cultura, el deporte, el comercio, o la gestión del territorio, por poner sólo algunos ejemplos. Podemos decir que existía una notable reserva de proyectos y planes no realizados. Existía un conjunto de entidades y personas dispuestas a hacer realidad las reivindicaciones tanto tiempo mantenidas y que confiaban en el apoyo de las nuevas y largamente esperadas instituciones de autogobierno. En ese escenario se contó con un liderazgo político (Pujol) que conocía suficientemente el país, que tenía conexiones suficientes con sus élites profesionales, intelectuales y económicas, y que gozaba de un amplio margen de maniobra político. El intercambio estaba claro: yo (Pujol) me ocupo de obtener poder y recursos suficientes, vosotros (los distintos protagonistas sectoriales) os ocupáis de que las cosas funcionen.

No creo que resulte exagerado el denominar a esa situación de 'autogestión auxiliada'. El mensaje era: fem país. Vosotros haced lo que tengáis que hacer, lo que tanto tiempo habéis pensado que se tenía que hacer, y nosotros (la Generalitat) os apoyaremos todo lo que haga falta. Nuestra labor será complementar lo que juntos ya hemos construido cuando no disponíamos de autogobierno. Complementaremos los esfuerzos de mutuas y ayuntamientos en sanidad. De órdenes religiosas, cooperativas de padres o entidades laicas en educación. Favoreceremos todo lo que podamos el florecimiento comercial e industrial del país. Vosotros tenéis la iniciativa. Juntos podemos.

La política contaba poco. El país, los intereses de Cataluña, servía como coartada general. Se hacía todo y de todo. Y así, poco a poco, el gran tema de la década de 1980 no fue tanto qué política autonómica tenía que hacerse (que se daba por supuesta) como la gestión y la mejora del país. Cataluña aprovechó también, en su conjunto, el año 1992, y de esos años surgió un país renovado, con muchos déficit resueltos. Pero, 1992 pasó. Y los primeros años de la década de 1990 marcaron asimismo un cierto punto de inflexión general en el modus operandi de los poderes públicos y en las expectativas sociales. Coincidieron muchas cosas. Las estrecheces de los presupuestos públicos después del esfuerzo realizado para llegar a la fecha de 1992 en condiciones, los acuerdos de Maastricht y la presión por reducir el déficit público, la aceleración de la globalización económica que provocó la sensación de crisis de modelo, y, de manera más próxima, la impresión de que se había llegado a un cierto agotamiento de la gran reserva de cosas no hechas y por hacer con que se había iniciado el periodo democrático (primeros síntomas de agotamiento de los socialistas en Madrid, de Pujol en Cataluña, del maragallismo en Barcelona...).

En este nuevo contexto, empieza a crecer la sensación de que ya no era tan prioritario construir como mantener. No era ya tanto un problema de gestión como de dirección. No era tan importante el dedicar muchas horas y esfuerzos como el tener ideas y criterio para decidir. Ya no era tan importante el resolver problemas como analizarlos, diferenciar las demandas, ante una población que ya no era la de siempre, sino que también se diversificaba, expresaba demandas y carencias más heterogéneas y complejas, y por tanto exigía menos respuestas universales y más capacidad de diferenciar e individualizar. Se necesitaba más política, más proyecto.

En efecto, las cosas han ido cambiando mucho desde los lejanos años ochenta. Los ámbitos tradicionales de socialización y convivencia (familia, escuela, trabajo) se han transformado profundamente, así como las formas de desarrollo económico o el papel de las instituciones y las organizaciones políticas. Podríamos decir que en Cataluña tenemos nuevos retos y viejos sistemas de abordarlos. Tenemos una sociedad que expresa y contiene muchas de las modernas contradicciones, pero que aborda esas nuevas realidades con demasiadas dudas y con mimbres quizá insuficientes para hacerles frente. El papel de las instituciones públicas se ha debilitado en los últimos años, a medida que los poderes económicos se han sentido más liberados de las ataduras territoriales. Poco a poco, la falta de una política que vaya más allá de la defensa de un país genérico empieza a pasar factura. Se agota el recurso a Madrid como justificación de lo no resuelto o como esperanza de lo que queda por resolver. El Gobierno pujolista ya no está en situación de intercambiar nada con los distintos protagonismos sectoriales. La gente se ha buscado la vida. De la autogestión hemos pasado a la digestión. Los intereses sectoriales han digerido a la coalición convergente-democristiana. Aznar simplemente lo explicita. Su política es la de servir y aprovecharse de los que verdaderamente mandan, y en eso su posición es mejor que la de Pujol.

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