Arqueológica memoria
Con el comisariado de Enrique Andrés Ruiz, la muestra reúne un conjunto de 52 obras -26 óleos y 26 dibujos-, fechadas la mayoría en los cinco años últimos. Aunque Cristino de Vera es un importante artista, que lleva exponiendo ya medio siglo, no creo que se pueda obviar, de entrada, lo insólito que resulta, entre nosotros, el hecho de que exhiba su obra reciente en las salas del Museo Arqueológico Nacional, cuyo contenido histórico no va más allá, salvo pocas excepciones, de la Edad Media. Como entrar a debatir aquí sobre el sentido y la conveniencia de esta iniciativa es, por sus muchas implicaciones, de todo punto imposible, me limitaré a afirmar que, en este caso, me parece, no sólo oportuna, sino, desde un punto de vista museográfico más general, también interesante.
CRISTINO DE VERA
Pintura y grabado Museo Arqueológico Nacional Serrano, 13. Madrid Hasta el 17 de febrero
Por ser la muerte el tema dominante en prácticamente toda la dilatada trayectoria de Cristino de Vera, y por la concepción intemporal con que lo pinta, no creo que su obra desentone y, menos, rechine en un ámbito que preserva la memoria de lo inmemorial, como es, sobre todo, la memoria del silencio anterior a la escritura. Por otra parte, estos saltos por encima de la historia hasta arribar, como quien dice, a la noche de los tiempos, ha caracterizado a la vanguardia del siglo XX, que se ha inspirado en el arte prehistórico y en el de los pueblos primitivos. Pero, más allá de estas justificaciones, lo que palpita, en este caso concreto de Cristino de Vera, es el encuentro con la memoria vertical, que nutre y habita en la creación artística, a veces, con una evidencia especialmente luminosa. Según ha vivido, el hombre ha tenido un sentimiento y una concepción variables acerca de la muerte, lo verdaderamente esencial e ineludible de su existencia. Los cambios habidos en esta conciencia humana de lo mortal no han borrado por completo lo antes sentido y pensado al respecto, sino que todo ello se ha ido depositando estratigráficamente en el pozo sin fondo del recuerdo inconsciente, cuya no visibilidad superficial no significa que no sea real y operativo.
Desde siempre, las imáge-
nes y la propia sensibilidad de Cristino de Vera han buceado por entre estas invisibles y silenciosas honduras de la psique humana, provocando esta excavación vertical la irrupción pictórica de esta luminaria enterrada, cuyo resplandor, alumbrando el intemporal valle de la muerte, es, sin embargo, el alimento humanamente más vivificante. Desde esta perspectiva existencial, Cristino de Vera ha oteado muchos y diversos restos artísticos que enhebran, con él y con su obra, este delgado hilo crucial del memento mori, lo que hace reconocer al contemplador de su pintura, no sólo innominadas huellas arqueológicas, sino referencias a las vanitas barrocas, a Böcklin o a Morandi. Cristino de Vera ha sabido rumiar este legado existencial del arte con la silenciosa e intensa concentración de un místico, con lo que no es extraño que, al final, le salga de sus propias entrañas, como lo más original y personalmente suyo.
Es algo que vemos, aunque cada vez más decantado, en su obra más reciente, en la que la composición toma un cariz cristalino y matemático, que nos hace evocar los bodegones de sección áurea de Sánchez Cotán. Y es que la plasmación pictórica de lo esencial convierte la representación en algo plano y cabalístico, de difuminada reverberación sorda, donde se recortan los apurados perfiles de apenas un par de figuras, formal y simbólicamente, sumarias, como la calavera, el espejo, el cabo de una vela o un frágil cacharro sin edad. ¿Por qué entonces, cuando se ha llegado a esta revelación, seguir pintando y no limitarse a la inscripción de unas simples cifras? Se podría responder que el misterio no se explica, sino que se constata, pero en el misterio de pintar hay asimismo la necesidad de que la memoria de las cosas nos sea dada a través del pálpito táctil de su piel. En este sentido, la pintura de Cristino de Vera no representa, sino que acaricia la realidad, y, mediante la tenue llama de golpes de pincel, casi puntillista, cubre el lienzo como con una delicada alfombra de colores apagados, haciendo así sentir la epidermis de la materia que nos hace estremecer de vida.
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