Prometeos en cadena
En el Rockefeller Center hay una imagen de atleta victorioso llevando en su mano derecha el fuego celeste con el que acaba de batir un récord que le abrirá las puertas de la gloria. Muy pocos neoyorquinos saben que es la reproducción de Prometeo, aquel que se atrevió a robar el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos, siendo por ello condenado a que unos buitres devoraran sus entrañas en la cima del Cáucaso. La literatura prometeica ha dado testimonios sobrados en torno a esta figura titánica y su evolución posterior, que introdujo la idea de progreso en las sociedades de raíces grecorromanas. El moderno Prometeo -desde el héroe romántico, con su dandismo, al proletariado de la revolución industrial, y hoy el artista- se rebela contra lo que le oprime, sean dioses o tabúes, códigos o policías. Su talante revolucionario encuentra su inspiración en una prosaica investigación sobre la justicia política (W. Godwin) y su poesía se asemeja a la de los vampiros literarios de John William Polidori. Ectoplasmas surgidos de los cuentos terroríficos alemanes o engendrados después de entretener el ocio tras una noche de mal tiempo en una villa gótica en los alrededores de Ginebra, estos homúnculos son fruto del deseo humano de matar a Dios, el sueño quizá más digno del héroe romántico que no fue nunca dueño de su nacimiento pero que será, por fin, el único propietario de su muerte. Si en la novela de Mary Shelley el monstruo, muerto Frankenstein, se pierde entre los témpanos helados, muy lejos, 'llevado por las olas, en la oscuridad de la noche', la terrible odisea de los hombres y mujeres contemporáneos busca recuperar el espíritu de Maldoror.
Parece que esta vez, el hurto
del fuego sagrado tiene carácter definitivo. Goya ya lo expresó en su obra: los monstruos más terroríficos son los que crea, despierta y bien despierta la razón ridícula.
Ahora bien, ¿en qué lugar se sitúa el arte que se desliza hacia el horizonte de la humanidad posible? 'La era abierta por el genoma y la posible manipulación de la especie humana por la realidad virtual y la expansión informática es también la época de unas formas desesperadas y arcaicas de desplazamiento, de pateras y balsas que inundan y desbordan el mundo desde cualquier punto del planeta. En ambas formas de apoteosis global, de la tecnología y de la precariedad, se percibe, bajo diferentes escalas, un regreso de lo humano'. Iván de la Nuez, comisario junto a Frederic Montornés de Parque humano (que se inaugura el 23 de este mes en el Palau de la Virreina, en Barcelona) apunta, además, que estamos ante una nueva 'odisea de la especie, para cuya explicación resultan hoy insuficientes tanto las obsesiones fragmentarias del multiculturalismo, con sus nociones de género, raza, etnia y nación, como la no menos obsesiva estandarización de la mundialización'. En esta 'tercera odisea', el artista, según De la Nuez, se ha aventurado más allá de sí mismo en su apuesta por un nuevo humanismo en el que 'la elección y la experiencia están por encima de la esencia, fija e invariable, con la que suelen teñirse las identidades sustanciales, pero que acaso tienen el reto de mantener el acento de una diferencia'.
Y allí, en ese lugar de lo incompleto, es donde en su viaje el artista, como el viejo marino de Coleridge que 'prosigue andando / sin ya nunca volver la cabeza / pues intuye que un demonio horrible / próximo a su espalda avanza', trasciende la situación, la obra y su propia visión del mundo. O como Rushdie, cuando afirma en Outside the Whale que el artista, el escritor, 'fuera de la ballena está obligado a aceptar que él o ella es parte de la multitud, parte del océano, parte de la tormenta, de manera que la objetividad se convierte en un gran sueño, como la perfección: una meta inalcanzable por la que luchar a pesar de la imposibilidad del éxito. Fuera de la ballena está el mundo de la famosa fórmula de Beckett: 'No puedo seguir. Voy a seguir'.
En la exposición de 'criaturas
globales', 17 artistas apelan a cuestiones que insinúan realidades prácticas, poéticas o humanas en torno a temas como el tiempo en el viaje, la clonación, el canibalismo, los sujetos migratorios y las relaciones humanas. Tantos conceptos y sensaciones se abigarran en estas piezas que hemos de retroceder y verlas como un espejo ante la naturaleza. Es la naturaleza humana ante un espejo muy activo que trasciende el miedo, pero también la esperanza. Así, Anthony Goicolea recrea submundos alucinantes donde se autorretrata como un narciso capaz de adoptar diferentes personalidades. Las imágenes que lleva a la Virreina son fotografías manipuladas: Window washers, Pile y Cannibals demuestran que el inconsciente adolescente es un motor de combustión interna. Chris Cunningham, un virtuoso de los videoclips y las formas redivivas de Alien 3, muestra su trabajo más largo hasta hoy, Flex (16 minutos), que en su proyección en la pasada edición de la Bienal de Venecia provocó largas colas por la atmósfera de desasosiego y visceralidad creada en torno a dos cuerpos desnudos afirmados con rápidos toques de luz y oscuridad. Montserrat Soto, en Windows, descubre al ser humano abandonado a la espesura de sus propias percepciones, incapaz de apoderarse y conservar la materia real de su mundo más íntimo. Frank Thiel recorre en su serie fotográfica City TV los ojos de las cámaras de vigilancia y recuerda, en palabras de Montornés, que 'el ojo omnipresente de una conciencia a menudo desconocida coarta a la vez nuestra ingenua libertad'. La vietnamita My Le Thi esparce por el suelo de la sala una serie de zapatos y pies de yeso -Transformation- que remite a la vulnerabilidad, fragilidad y adaptabilidad de los humanos. Karin Sander aísla en peanas figuras que representan amigos o personajes vinculados al mundo del arte, en un burlón paisaje de las sociedades alienadas, pues estas pequeñas esculturas sólo se pueden identificar por su aspecto individual, a pesar de que sus vestidos y posturas pertenecen a la misma cultura y época. Mientras Ravinder Reddy recurre a las bulbosas formas orgánicas de bustos y cuerpos de mujeres recubiertos de una densa capa de oro, Juan Muñoz describe en La plaza la angustiosa soledad del urbanita en un grupo de 28 personajes varados en el asfalto. Beat Streuli, Aziz & Cucher, John Schabel, Guillem Nadal, Luis Cruz Azaceta, Lars Arrhenius, Inez van Lamsweerde, Borís Mijailov y Deimantas Narkevicius completan un viaje que plantea, con una claridad despiadada, los esfuerzos del artista por comprender, y no hablemos ya de abarcar, la figura humana en una era en la que el éxtasis creativo ha quedado reducido a otra manera de ver en la oscuridad. Quizá sea la consecuencia de la inmortalidad que durante un cuarto de hora se consigue ahora tan pródigamente.
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