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Columna
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Taxistas en la niebla

Desde esa terraza de la calle de Toledo fuimos viendo extenderse la niebla a través de las cúpulas de San Francisco el Grande, de la iglesia de San Miguel, de la catedral de San Isidro. Vivir en Madrid parecía más cierto que nunca divisando desde esa altura un paisaje que alcanzaba a cruzar uno de los arcos de la Plaza Mayor y casi hacernos penetrar en ella.

La niebla siguió extendiéndose y cayendo en vertical hasta que las cúpulas y el arco desaparecieron de nuestra vista y ya sólo veíamos a nuestro alrededor una penumbra parecida a la nada y a nuestros pies avanzar esa densidad paradójica que envuelve y es intangible. Como si Madrid quisiera recuperar la belleza de esos fenómenos meteorológicos sustraídos por la contaminación y el cambio climático, este invierno ha llovido como cuando llueve, ha nevado y la nieve cuajó, y ha aparecido la niebla y ha traído la anchura y la profundidad de las nieblas antiguas.

Cuando bajamos a la calle de Toledo, tuvimos la impresión de poder encontrarnos con Ramón de Mesonero Romanos, con Corpus Barga, con Ramón Gómez de la Serna, la sospecha de que íbamos a cruzarnos con un Ramón María del Valle-Inclán aquejado de insomnio y de deformación profesional que hubiera salido a pasear en la niebla por si la justicia poética le reencontraba, asimismo, con su colega Max. No se veía una estrella.

Y una justicia, quizá menos poética pero no por ello prosaica, nos empujó a parar un taxi que a mí me empuja ahora a revisar mi opinión sobre ese colectivo. Lo reviso por persona interpuesta, pues el joven que conducía el taxi y nos saludó con una simpatía inesperada, y que se conducía por la niebla con un desparpajo que nuestro prejuicio tuvo inicialmente por sospechoso, debió de considerarnos auditorio propicio y al momento estaba declarando que él no soportaba a los taxistas.

Lo decía de buena tinta, dijo: él mismo era taxista, su padre era taxista y, como es lógico, conocía a muchos otros taxistas. Y no los soportaba y lo argumentó con el conocimiento de causa señalado y con la coherencia y la pasión propias de un líder reformista. Lo era. Dijo que entendía perfectamente, y compartía, la aversión general hacia su gremio y que el problema radicaba en que, en su mayoría, los taxistas son mayores y no respetan a los jóvenes que ya han desembarcado en esa flota tan necesitada de sus aires nuevos. Dijo que los taxistas mayores vivían para trabajar en lugar de trabajar para vivir, con todo lo que eso implica como planteamiento vital y las consecuencias que tiene en el humor, y que los mayores no entendían a los jóvenes, aunque también sean taxistas. Dijo que los taxistas jóvenes tienen unos valores menos conservadores que los taxistas mayores y, desde luego, parecía dispuesto a librar esa lucha generacional. Nuestro joven taxista era un tipo concienciado, convencido y de una rebeldía cargada de responsabilidad.

Una responsabilidad muy profesional, por cierto. Porque él demostró ser, de hecho, un excelente profesional: atravesábamos la niebla madrileña, cada vez más cerrada, con una confianza cada vez más abierta en nuestro conductor, a quien, por otra parte y tal como estábamos de visibilidad, hubiéramos dado la razón en todo, aun en caso de disentir: pero no nos hizo falta. Porque tenía mucha pericia y mucha razón. Con lo del inglés, por ejemplo. Nuestro joven taxista se marcó de pronto en ese idioma una parrafada con tan buen acento que yo fui incapaz de entenderle hasta que concluyó con amable indignación: '¡A little bit of English, please, a little bit of English!'. Se refería al sinsentido que supone que un servicio caro no facilite las cosas a unos clientes que en un alto porcentaje son extranjeros. La mayoría de sus compañeros apenas son capaces de pronunciar una palabra en otro idioma, y a nuestro joven taxista eso le resultaba arcaico, una falta de educación, entre otras, que él siempre estaba dispuesto a demostrar superada: '¡A little bit of English, please!'.

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Así que, una vez que hicimos ese viaje que parecía en el tiempo y cruzamos sin incidentes el raro paisaje de Madrid en la niebla, pedimos a nuestro joven taxista su tarjeta. Y nos la dio con orgullo: un taxista moderno, un líder en su gremio. Así que me retracto: ¡el taxi ha muerto, viva el taxi!

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