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Columna
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Bendición del chucho

Pese a lo mucho que me he aplicado a la lectura de Converse con su perro, de Stanley Coren, no he logrado entrar en la conciencia de mis dos mascotas, Paca y Tito. Tengo, pues, un problema: no sé si se prestarán de buena gana a recibir el hisopazo que desde la ventana de San Antón les pueda prodigar el jueves el cura escolapio que en plena calle de Hortaleza bendice cada año y con el mismo entusiasmo a una hiena, dada la moda imperante de poseer animales exóticos, que a la multitud de gatos con lazos de colores que en esta fiesta madrileña llevan en sus brazos las mamás de los felinos. Desconozco, y me atribula, cómo andan de creencias mis perros y si son o no partidarios de que los bendigan en nombre de san Antón. Sin embargo, el Papa ha dicho que Paca y Tito tienen alma, y responsabilidad de salvarla ya que la tienen, he pensado yo, pero, porque sé bien que el alma se posee para ponerla en peligro, he de lamentar ahora que la tengan mis bichos, dada la irreprimible inclinación a la concupiscencia de los dos, especialmente el macho.

Así que, conocida la obsesión del Santo Padre por lo que toca a las entrepiernas de todo el que tiene un alma que condenar, lo van a tener difícil mis perros. Y por lo que a mí respecta, desde que sé que tienen alma, a la obligación de dispensarles algunos otros cuidados -entre los que no son los menos importantes la peluquería o los paseos diarios- me pregunto si tendré que añadir mi obligación de adoctrinarlos adecuadamente para que el día en que falten de esta tierra no me echen la culpa de su condenación eterna. Supongo, sin embargo, que la declaración de Juan Pablo II no es la consecuencia de una convicción teológica, estimulada por una aplicada lectura de Converse con su perro, ni de cualquier bestiario devoto, sino más bien una iluminación, que para eso es Papa, después de tratar mucho perro polaco y gratificarse con la piadosa sumisión de estos animalitos.

Pero esa disposición sumisa del perro es lo que a mí, que no soy Papa, me lleva a respetarlo más, a tratar de consultarle si es posible. Por eso me he empapado el libro del doctor Coren con el ánimo de entablar con mis perros, en una de estas tardes otoñales en que los encuentro más melancólicos, un cierto diálogo que vaya más allá de sus intereses de supervivencia y de sus requerimientos afectivos. Y cuando me he dirigido a ellos en ese plan sólo he logrado unas atentísimas miradas que no acierto a distinguir si son de perplejidad o de burla. De manera que ya el hecho de que me miren así, tan fijamente y como concentrados, me inclina a pensar que el Papa puede tener razón y los perros, alma. Y es justo en ese punto donde pierdo el sentido de la responsabilidad y me entra la duda sobre si, como una celestina perruna, deberé instarlos a fornicar más y favorecer ese gozo -el alma se tiene para gastarla- o si lo que tengo que hacer es adoctrinarlos con la pericia de esas profesoras de religión que los obispos mandan al paro o más bien con la histeria del obispo de Castellón que cuando huele a sexo sufre ataques. En cualquier caso, no deja de tener gracia que tal preocupación nada banal me la haya originado la duda de si querrán o no que san Antón los bendiga pasado mañana, como espera el concejal del distrito, o son unos perros laicos que, por ser perros, aguantan lo que les eches y de puro amor al amo pasan por todos los hisopos. De tener un cerdo, que es el animal que san Antón lleva a sus pies -y por eso en los pueblos, y no aquí, en la calle de Hortaleza, lo llaman el porquero-, no me vería en este problema. Un problema en el que sería injusto implicar tan sólo al Papa, cuando proviene de un dichoso libro de autoayuda. Desde que empecé a leer Converse con su perro, nos entendemos peor.

Por ejemplo: siempre que me lamían veía en ello un beso, una simple muestra de ternura. Pero desde que sé, gracias al libro de Coren, que el lametazo puede significar que me quieren mucho y que me reconocen como su amo o tan sólo que les dé de comer, acudo a la nevera para aclararme, les doy comida, se ponen encantados y quedo convencido de que mis perros no me quieren sino por puro interés. De modo que si en ésas estamos, ya me dirán ustedes cómo les voy a preguntar si aceptan que san Antón los bendiga o pasan. Seguramente pasan, pero no porque tengan nada contra Álvarez del Manzano, a quien ha de bendecir san Antón el jueves que viene si no bendice él a san Antón, sino porque deben de pensar que ésas no son cosas de perro.

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