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Columna
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Rebajas

Siempre que se proyecta una compraventa, el adquirente espera que el vendedor le rebaje algo. No es lo principal que le rebaje mucho, sino que aquél no se resista a rebajar. Todo comprador piensa que cuando paga por una cosa está haciendo un favor a quien recibe el dinero. Es indiferente que el objeto le satisfaga mucho, que adore lo que va a poseer, la entrega de dinero conlleva una categoría de valor extrañamente incomparable. Quien paga manda, se dice, en señal inequívoca de que el dinero es poder.

El dueño de las mercancías que ahora se rebajan podrá disfrutar de una gran fortuna pero es al cabo un pobre con necesidad. Un sujeto que necesita ponerse a vender lo que tiene para vivir, lo que muestra una menesterosidad que no existe en quien saca la cartera y obtiene su deseo. Existe por ello una asimetría en el canje que ni siquiera la extensión planetaria y omnipresente del mercado ha borrado de la cultura. Aquéllos que necesitan airear sus mercancías para vivir dependen de los que acuden a examinarlas, sopesarlas, para inclinarse o no a la compra. El que fisgonea, el que selecciona, el que decide es el comprador y, como consecuencia, es el soberano del intercambio. ¿Cómo no rebajar el producto ante esa figura superior? Si este tipo no consume no hay ganancia posible, si no gasta no hay crecimiento ni desarrollo. ¿Qué importaría la producción si no hay consumidor? El consumidor es quien manda y el cliente siempre tiene la razón.

La práctica de las rebajas es como una ceremonia mediante la cual el gremio de los productores y los comerciantes confirman su posición subordinada ante el orgullo del público. Y el público acude a las rebajas consciente del privilegio. Se muestran voraces ante las mercancías como si fueran a devorar a la otra parte, se excitan como vencedores que, en el fragor de la batalla, cometerán tropelías, una vez constatada la debilidad del opositor. El mundo de las rebajas es, en fin, la escenificación de un enfrentamiento donde los vendedores simulan su rendición y donde los compradores se complacen en la degustación de la virtual supremacía. Todo es una ficción, una antropología perdida, pero ¿a quién no encanta ser actor?

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