Pujol y el pavo de Navidad
No hace mucho practicaba con Joan Rigol ese ejercicio de primera línea política que es la gastronomía. En ese mismo restaurante abundaban tanto los políticos, consejeros incluidos, que habría dado parte del alma por tener un par de chicos Cesid auscultando las conversaciones. ¿Cuántos pactos, acuerdos, desacuerdos, litigios y decisiones se han tomado en los restaurantes de Cataluña? La política sería muy distinta sin su dimensión gastronómica, como también lo sería, cuidadín, sin su dimensión horizontal..., que algunas buenas camas también han cerrado buenos acuerdos... Será porque el comer (como el amar) amansa fieras, supera obstáculos y sobre todo relaja estómagos, más dados a escuchar al contrario después de un sonoro almuerzo. En fin, puedo constatar por propia experiencia que la política catalana está bien comida.
Y comía con Joan Rigol, flamante presidente de nuestro Parlament y político de larga duración que en su momento protagonizó el único intento serio de establecer un pacto cultural. Dimitió por imposibilidad, metido Pujol como estaba en una política de confrontación que ha caracterizado todo su mandato. 'Fue el escándalo de Banca Catalana lo que abortó el sentido de consenso de Pujol'. Puede..., pero una, que conoce el alma de la bestia -dicho en sentido cariñoso-, sabe que la palabra consenso no pertenece precisamente a su manual de bolsillo. Sea como sea, a Rigol le debemos el intento de intentarlo, y ello, a favor de la cultura y en beneficio de la inteligencia, es un notable mérito. Ahora el hombre preside el Parlament, mantiene intacto su sentido de pacto y de esa vocación han surgido cosas tan importantes, y tan difíciles, como el documento contra el terrorismo que aunó a ERC y al PP. Su preocupación, sin embargo, está centrada en el desprestigio que la institución en concreto y la política en general padecen en imparable progresión. La conversación giró por ahí, y por ahí servidora le recriminó el notable patinazo que protagonizó cuando exigió que TV-3 sacara a pasear a los políticos más allá de los programas propios. En los de cocina, en los de ji, ji, ja, ja, hasta en los de jardinería si los hubiera. 'Para que parezcan más humanos'. ¡Ay, santa inocencia democratacristiana! Pero, como participo de su preocupación, aunque no de sus recetas, hablemos del desprestigio, sus motivos y sus soluciones.
Me decía, 'Pujol no puede entender cóomo ha sido tan criticado su discurso de Navidad. ¡Si era un discurso ético! ¡Si apelaba al orgullo catalán!'. 'El orgullo catalán, ¡magnífico ejemplo! Y ¿qué esperaba Pujol? A estas alturas de la vida ¿alguien puede pecar de tal nivel de ingenuidad política, o de tal rostro, como para pensar que la ciudadanía queda satisfecha con cuatro palabras solemnes en discursos de fin de fiesta? ¿Qué es el orgullo catalán? Y el tal ¿se refuerza porque lo diga Pujol? Tengo para mí que el orgullo está por los suelos justamente a causa del enorme desprestigio que la política se ha ganado a pulso, y ese desprestigio no ha nacido de las palabras, sino de los hechos. El orgullo se ha disuelto a golpes de descontrol alimentario, de parón eléctrico, de incendios descontrolados, de mercurio bailando por las aguas de nuestro desgraciado Ebro. El orgullo, presidente, no es un concepto metafísico, sino algo tan tangible como una Generalitat que permite una situación de peajes que raya el latrocinio, o una escuela pública que aún tiene que pedir limosna o directamente la sensación de que no se tiene un buen gobierno. De ahí que lo de Pujol suene altisonante y hasta impertinente, no por lo más o menos lógico de la petición, sino por la atalaya desde donde se emite. Le respondía a Rigol que no se esforzara. Ni saliendo cada día de la mano de Nina a cantar boleros, la política no pasaría a ser más simpática ni más creíble. Ni más cercana. Será simpática y creíble y cercana si funciona. Sencillamente si funciona.
Y de momento, no funciona.
El Parlament. Quizá hubo una época en que lo sentíamos nuestro por el solo hecho de existir, después de tanto de anhelarlo sin tenerlo. Pero la transición transitó, para suerte de la historia, y ahora el Parlament padece el mismo desprestigio que el resto de las instituciones. Estoy con Rigol en que ello no es bueno, pero es, y es porque ya no basta con palabras para edificar complicidades. Hagan ustedes que funcione el país, que no exista esa sensación de pequeña política, un tanto arrabalera, un mucho amiguista, un más ineficaz. Destruyan ustedes la densa red de influencias, el opaco deambular de los despachos, ese dinerito que se va fuera de control, esos amigos que cobran por estar. Cambien ustedes el concepto de la política como servicio propio por el de servicio público, y quizá entonces podrán hablar de orgullo catalán. Quizá entonces lo público será sentido como propio.
Época de gente descreída, ciertamente, pero por autodefensa. Las grandes ideologías se han ido de vacaciones, los grandes líderes se han hecho pequeños, las grandes promesas han sido reiteradamente traicionadas. La gente sólo cree, pues, en lo que le sirve, las carreteras que funcionan, el agua que puede beber, el cerdo que puede comer, y no está para emocionarse ante el primer discursito que le dan con el pavo de Navidad. Si antes la Generalitat era la nuestra porque era catalana y el Parlament era el nuestro porque era el nuestro, ahora hay que ganarse esa proximidad. A golpe de eficacia y no a golpe de metafísica.
Mi querido Rigol, muy buena la comida. Y mejores aún tus buenas intenciones. Pero dile al presidente que si quiere orgullo se lo gane. De momento, ser catalán sólo sirve para pagar más y vivir en un país que funciona menos. De manera que..., mejor que gobierne y se calle...
pilarrahola@hotmail.com
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