El poder del estilo
A punto de cumplir los 46 años, cuando ya lleva seis de académico y con tres grandes premios en su haber (el de la Crítica, el Nacional y el Planeta, más algún que otro extranjero) y abundantemente traducido, Antonio Muñoz Molina nos proporciona sus mejores medidas como narrador en las grandes novelas, reserva sus mejores experimentos para las cortas y acumula pasiones en recopilaciones periodísticas. Dividido entre estos tres géneros, en cada uno de ellos descubre a su manera tanto sus cualidades como sus entresijos, con lo que su atenta lectura le redescubre desde su propio interior, revela su verdadero rostro como escritor, un creador cuya evidente potencia enmascara quizá algunas disonancias más frágiles de lo debido, cuyo conocimiento es siempre mucho más útil de lo que parece, pues sus grandes cualidades podrían inevitablemente ocultárselas, tanto a él como a sus numerosos lectores.
EN AUSENCIA DE BLANCA
Antonio Muñoz Molina Alfaguara. Madrid, 2001 140 páginas. 9 euros
La carrera literaria de Muñoz Molina se ha consolidado en apenas un decenio y medio de manera tan considerable que se ha convertido ya en una de las tres o cuatro figuras inevitables de nuestra nueva narrativa -al lado de Eduardo Mendoza, Javier Marías y Álvaro Pombo, sobre todo- hasta dejarle varado ya en un sillón académico, lo que si en principio provocó no pocas sorpresas, ya ha sido socialmente aceptado, y hasta ha resultado al final menos sorprendente de lo que parecía, como si fuera algo perfectamente natural, dada su trayectoria global. Pues en aquel joven Antonio Muñoz Molina enamorado de la literatura desde el principio y que publicaba artículos en la prensa andaluza de principios de los ochenta -reunidos en dos primeros libros mediada la década- se hallaba ya el germen de toda su carrera, que se consagró de repente en 1986 con una novela poderosa, quizá algo artificiosa pero que ya ostentaba su personal estilo, Beatus Ille, la misteriosa historia de las huellas de un escritor desconocido de la generación del 27. A partir de entonces, Muñoz Molina encadenó dos triunfos más con sendas novelas menores cargadas de cultura literaria, como El invierno en Lisboa y Beltenebros en las que ensayaba técnicas y artefactos literarios con su potente estilo -originado en Faulkner y bebido después a través del maravilloso Juan Carlos Onetti- que fue muy bien aceptado por el público joven y la industria cultural. Y así por ejemplo, cuando Planeta no tuvo más remedio que premiar El jinete polaco, todo pareció colocarse en su lugar, se trataba de su novela más potente y ambiciosa y su autor ya estaba en puertas de la Real Academia, en la que ingresó a sus 39 años.
Pues además, su arte era ya indiscutible, con aquel libro, Muñoz Molina unía de verdad lo artístico, lo cultural y lo comercial con el trasfondo ético inevitable de la transición democrática y nuestro panorama se completaba de este modo de la mejor de las maneras posibles. Su acierto era la defensa de la justicia, de las causas perdidas (sus defensas del exilio, de Max Aub, o la de los judíos en la Alemania nazi, por ejemplo), de la democracia, de la necesidad de una ética social y la búsqueda de una autenticidad existencial siempre responsable; aunque todo ello amenazado por una progresiva tendencia hacia el sermón y el fundamentalismo democrático, no lejos de un posible 'pensamiento único', aunque sea progresista, pues hay varios pensamientos que quieren ser únicos hoy, aun a costa de concesiones y autorreducciones lamentables, la batalla no deja de tener su interés en el mercado internacional. Pero todo ello no impide que el nombre de Muñoz Molina se haya convertido en el de un autor 'de referencia' para las nuevas generaciones, como lo fueron anteriormente Cela o Benet, por poner dos ejemplos tan diferentes como ilustrativos.
Lo mejor de Muñoz Molina
son sus grandes textos, sobre todo los que arrancan de su propia realidad autobiográfica (El jinete polaco y fragmentos de Ardor guerrero o Sefarad), y lo peor su tendencia al discurso y al sermón, más ostensible en sus artículos que en sus relatos. Sus novelas cortas son peores que sus cuentos, aunque haya algunas muy sugestivas, como Carlota Fainberg que desgraciadamente está partida por la mitad, la primera satírica e inmejorable sobre los hispanistas en los campus norteamericanos, que casa mal con la historia fantástica posterior, que también tiene validez por sí sola. Por ello prefiero este (casi) nuevo texto corto, En ausencia de Blanca, quizá la mejor de sus novelas breves, pues reconvierte su tendencia al artificio en una verdadera lección de estrategia literaria. Publicado ya en la prensa y luego en una edición limitada (que no he podido consultar), aparece ahora ampliado para el gran público, y constituye la mejor de sus novelas cortas. Novela circular, que empieza allí donde termina, que nos cuenta la historia de un amor difícil por haber cuajado en un matrimonio inverosímil (un hombre del pueblo con una joven burguesa, a cuyo través son inconciliables una formación clásica y justiciera con otra rebelde y 'posmoderna'), donde el hombre lleva la peor parte -la del sufrimiento por amor- a costa de ver cómo su amada desaparece a sus ojos al final al haber triunfado sobre sus propias sospechas. Es como la historia metafórica de un amor imposible, a través de una estructura narrativa basada en la lítotes y el oxímoron. ¿Cómo puede prevalecer el amor a su propia desaparición? Ése es el problema, al que aquí se le da una solución bastante desesperada, a través de un artefacto que su gran estilo soporta más que con su lengua o con su escritura -que son, según Barthes, los que deben apoyarse entre sí-, y que es lo que este artefacto revela con su mejor potencia y máxima claridad.
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