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Columna
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El espectáculo humanitario

Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven'. Así finaliza esa dramática fábula sobre la condición humana que es Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. ¿Somos ciegos que, viendo, no ven? Nunca como hoy hemos tenido toda la realidad del mundo a nuestro alcance. Difícilmente podremos decir que no nos hemos enterado de catástrofes o de violaciones de los derechos humanos, aunque hayan ocurrido en lugares lejanos. Los medios de comunicación nos acercan al configurar, aunque sea un tópico, una aldea global. Pero no sin contradicciones.

Por un lado, los medios de comunicación, con la televisión a la cabeza, se han convertido en los principales instrumentos para la conformación de una nueva forma de comunidad imaginada, de una aún incipiente comunidad transnacional en la que millones de personas encuentran su identidad común en un nuevo y más amplio 'nosotros'. La televisión está contribuyendo a derribar todas aquellas barreras de la nacionalidad, la raza o la geografía que nos permitían dividir nuestro espacio moral entre aquellas personas por las cuales nos sentíamos responsables y aquellas otras por las que no. Pero, por otro lado, la televisión nos convierte en voyeurs de un sufrimiento ajeno y alejado. Atentos a las víctimas, los medios se desentienden de los victimarios; focalizada su atención en las consecuencias, se muestran incapaces de analizar causas y responsabilidades; fascinados por los acontecimientos, no sirven para analizar y mostrar procesos. La información en tiempo real de hambrunas, catástrofes naturales o cruentas guerras étnicas nos muestra acontecimientos que, al tiempo que pasan ante nuestros ojos, se convierten en historia, en cosas que ya han pasado. Pueden conmovernos, pero difícilmente pueden movernos, pues ya son inalcanzables.

¿Pueden evitarse estas perversiones? Si, como sostiene Michael Ignatieff, la televisión 'se ha convertido en el principal mediador entre el sufrimiento de los desconocidos y la conciencia de los habitantes de las escasas zonas seguras del planeta', no es posible sostener por más tiempo que la función de los medios sea meramente informativa; no es posible negarse a asumir que el poder de los medios de comunicación está cargado de consecuencias morales. Es por ello que deben aplicar a los acontecimientos que tienen que ver con las víctimas de nuestro mundo los mismos criterios que aplican a los acontecimientos relacionados con el poder: 'Si la televisión es capaz de tratar el poder como un fenómeno sagrado, podemos exigirle que demuestre el mismo respeto por el sufrimiento. Si puede cambiar su programación y cambiar su discurso por el éxito de una boda o de un entierro, podemos pedirle que haga lo mismo por el hambre o el genocidio'. Liberarse del estrecho formato temporal que ofrece el noticiario; cambiar el modelo de informativo por el del informe documental; poner al servicio de las víctimas la misma capacidad retórica y la misma imaginería ritual que ha servido para elevar a la categoría de tragedia mundial bodas de infantas o muertes de princesas. Sólo así podrá la televisión convertirse en una ventana abierta útil para liberarnos de la peor de las cegueras, que es la de aquellas personas que no quieren ver. Tal vez así, algún día, podamos pedirle a Saramago que cambie el final de su relato sustituyendo las frases con las que iniciábamos esta columna por estas otras: 'Por la ventana abierta, pese a la altura del piso, llegaba el rumor de las voces alteradas, las calles debían estar llenas de gente, la multitud gritaba una sola palabra, Veo, la decían los que ya habían recuperado la vista, la decían los que de repente la recuperaban, Veo, veo, realmente empieza a parecer una historia de otro mundo aquella en que se dijo, Estoy ciego'.

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