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Columna
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El jamón y otros terrores

Hay un tipo de ineptitud patológica, agreguemos que de naturaleza carnal o cárnica, que aparece cuando cumplimos los treinta años y se desvanece, como impelida por la madurez, cuando se alcanza la cuarentena. Las etapas de la vida se caracterizan por el cumplimiento de misiones extrañas, aboliciones y ganancias no menos sorprendentes. Los psicólogos han fijado muchas de ellas, lo que nos ha librado de considerar monstruosas ciertas inclinaciones ligadas casi siempre a la infancia y al sexo. Pero hay otros muchos periodos que la mayoría de nosotros vamos cumpliendo con tanta fidelidad como inconsciencia hasta que surge algún investigador que descubre el mecanismo de tal debilidad, y el periodo en que se manifiesta con más virulencia, y entonces la revelación nos desconcierta.

Un día antes de culminar el año, unos médicos y enfermeros de Vélez- Málaga divulgaron que a los 30 años, además de sentir la primera angustia o iniciar la carrera hacia la calvicie, el hombre suma un riesgo complementario a los básicos de la vida: perder un dedo al cortar el jamón. Esta exposición esencial, aun siendo grave y preocupante, no es definitiva y desaparece felizmente al entrar en la cuarentena.

Dicen esos estudiosos malagueños que 50.000 personas sufren cada año heridas al cortar jamón y añaden que la edad más proclive a esta amenaza singular es durante la treintena. Es más, los científicos describen que el accidente se produce en la mayoría de los casos en el hogar (lo que resalta el carácter tribal de trinchar el jamón), los días sábado y a la hora perversa de las ocho de la tarde. El dedo lesionado (el dedo de la inmolación) es el índice de la mano izquierda. Supongo que, como cualquier otra fatalidad ritual, como la pérdida de los dientes de leche o el complejo de Edipo, el conocer de antemano la hora e incluso el dedo mártir no servirá para prevenir esta singular circuncisión de la extremidad reservada a los cortadores sabatarios de jamón.

Un servidor se permite opinar con ligereza sobre este episodio trascendental porque ya ha superado la edad del riesgo y teme otras acechanzas: las que conoce y las que nos revelarán pronto los incansables científicos que, mientras la ciudad duerme, constatan y comparan, por no salir del orden alimentario, las veladas amenazas que rodean el corte del salchichón o de la mortadela sevillana.

Peligros hay muchos. Los mayores, por ejemplo, han sentido el vértigo de la pérdida de la unidad. La aparición del euro ha destrozado en 166,863 partes la unidad que representaba la peseta. El cambio de divisa ha supuesto para las personas estabilizadas en la experiencia un terremoto sin precedentes pues, con el fraccionamiento de la peseta, se tambalean todas las unidades. He hecho la prueba y ha sido terrible. A un amigo le dije que no podía presumir de tener treinta y dos dientes, sino que debía doblegarlos ante la nueva moneda y por un instante percibí una mirada de terror. A otro le convertí en euros a sus hijos que de pronto adquirieron una existencia centesimal terrorífica. Incluso los 50.000 heridos cada año por cortar jamón quedaron devaluados a 300,51, una cifra ridícula para un dolor tan inmenso.

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