Masas, urbe y desazón
En este 2001 había decidido disfrutar de un gran fin de año urbanita, y con ese acometido viajé a Madrid con la obligación de comerme las uvas en ese trozo de realidad, casi siempre enmarcado en una pantalla, que es la Puerta del Sol. Una vez llegado el día X, el momento clave y ya en la plaza, pude comprobar que, pese a que las grandes metrópolis en cierto modo me fascinan, el inmenso zoológico humano que se iba amontonando, la tan desigual forma de afrontar-disfrutar la noche que tenían turistas, indigentes, grupos de amigos, familias, comerciantes ambulantes y resto de personas de variopinto pelaje, y el precario equilibrio tenso e imperceptible en que se encontraba tal conglomerado, me producía una especie de inquietud apocalíptica, que se transformó, conforme se acercaba la medianoche y la gente se animaba al son del espectáculo audiovisual y la ilusión, en optimismo multicultural e interracial, empatía compartida entre los presentes y euforia colectiva etílica, sintiéndome por unos momentos moderadamente feliz.
No obstante, todo terminó de forma más agri-que-dulce 30 minutos después de las campanadas, cuando imperiosamente tuvimos que dejar el lugar ante la posibilidad de que un botellazo nos partiera la crisma o pudiéramos morir aplastados en la batalla campal en que se convirtió aquello. ¿Siempre ha terminado así esta conmemoración, cosa que desconocía? ¿Día más extraordinario del año + masas + alcohol + permisividad policial? ¿Violencia generacional de los nuevos tiempos que se avecinan? ¿El reverso de la parte romántica que toda ciudad tiene? ¿Sentimientos injustificados de un pesimista?
No lo sé. Sólo sé que siento una ligera desazón cuando me pregunto qué ocurrirá cuando en un futuro todo el planeta sea una monstruosa y única urbe.
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