Sin dios
Yo que he sido de los que hubieran votado en contra del euro descubro ahora su poder salvífico y purificador. El triunfo que celebran las autoridades económicas valorando la celeridad de la maniobra monetaria no es nada comparado con la trascendencia simbólica de la operación. Los ciudadanos se han lanzado a obtener euros por un impulso que los responsables políticos atribuyen sólo a su deseo de europeización, pero que responde, más profundamente, a su entusiasmo por una impensada liberación.
Cada moneda nacional, demasiado cargada de historia, estampada de personajes vetustos, lastrada por mil percances, es, frente a la frescura del euro, una rémora demasiado gravosa. Con el dinero nacional cargábamos los bolsillos de símbolos, nostalgias mostrencas, hipotecas del pasado, mientras el euro es el adiós a todo ello. La abstracción del billete en euro es como la inmersión en una realidad transparente, despojada de pringues y barrida de adherencias a la tradición.
La peseta, el marco, el franco, eran monedas sagradas donde convergía un patrimonio cultural, sexual, abyecto, avaricioso o insigne. El euro nace, sin embargo, con plena diafanidad, limpio de cualquier legado, sin cargas ni ceremonias metafísicas. El euro es, simplemente, un medio de pago. Con él, el dinero pierde por entero su connotación sagrada y se allana en unidad de cambio. Lo que era de categoría seudorreligiosa pasa a ser de naturaleza laica, lo que se manifestaba como un símbolo se sintetiza en un signo neto. El euro nos hace más libres, más independientes, más pragmáticos, desvinculados de las adhesiones mágicas del billete de banco y sus medallones. Estos nuevos billetes manifiestan escuetamente lo que son. Piezas para comprar, instrumentos de pago que cumplen con su función sin solicitarnos patriotismo o folclore nacional. Actúan como una anticipación del inminente dinero electrónico que es por completo una fiducia planetaria, ahistórico y atea. El euro preconiza esa nueva consideración del dinero en el siglo XXI. Un dinero que no es ya medalla, ni cuadro, ni homenaje, ni testimonio documental. Es un dinero, al fin, secular, sin oración, sin rostro. Una moneda sin dios.
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