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Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL
Tribuna
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Viajes al punto de partida

Salir de viaje para volver a casa como si de hecho nunca hubiéramos salido, como si nos hubiéramos quedado todo ese tiempo cómodamente instalados ante la tele: los aviones, los hoteles cinco estrellas, las playas de arena blanca y cristalinas aguas verdes, la vegetación lujuriante, las mulatas, las copas perladas de frescor, los indígenas que hasta hace poco fueron caníbales, los mercados llenos de color, las compras, todo como era de esperar, exactamente así. Las compras incluso podrían haber sido hechas simplemente con ir a unos grandes almacenes, pero los precios no suelen ser los mismos, ni tampoco lo es, sobre todo, la ilusión de traerlos desde allí, ese volver cargado de paquetes que hace que los regalos sean más regalos. Algo parecido a lo que sucede con las fotos y los vídeos: la ilusión no reside en sacar lo que ya viene reproducido en postales, guías y folletos -un acopio de material que no vuelve a mirarse nunca más-, sino en el simple hecho de ir siempre con la cámara por delante.

La verdad es que todo ayuda a que hacer turismo sea una experiencia tan previsible. Empezando por los lugares constituidos en destino turístico. Todo en esos lugares -especialmente si pertenecen al Tercer Mundo- se apresta y adereza a fin de hacer su propia realidad más verosímil, a fin de revestirla de una apariencia que la haga más real. Se trata de que el turista centre su atención en los camellos enjaezados que dan un toque exótico a la playa o en el regreso de las barcas de los pescadores o en las mujeres del mercado, a fin de que ni repare en los agobios del tráfico y lo cutre le parezca pintoresco. Los signos de modernidad, reveladores de que la vida diaria de los naturales del país no es tan genuina como cabía esperar, deben ser prácticamente obviados.

Paralelamente a esa tendencia de los destinos turísticos al maquillaje, a disfrazarse de lo que ya son -tendencia a la que no escapan los principales paisajes y núcleos urbanos europeos-, el turista tiende también a acentuar los rasgos que le definen como tal. A veces la pifia, confundido por una información anticuada o defectuosa, como aquella recién casada madrileña que accedió con salacof y prendas de safari a la cubierta de la embarcación tipo transbordador que se disponía a darnos un paseo por el Zambeze en las proximidades de las cataratas Victoria. 'Esperaba encontrarme con algo más salvaje', comentó a su chico al contemplar las mesas llenas de turistas tomando copas.

Pero lo normal es acertar, y el turista consigue ser tan típicamente turista como típicamente nativo el nativo. Si ya se sabe: la camiseta holgada, los pantalones a media pierna, las sandalias, las gafas de pequeños cristales redondos a prueba de rayos solares, las cámaras japonesas, los cinturones-cartera. El atuendo es universal como universal es el comportamiento, dócil y algo remolón, a la manera de escolares visitando monumentos. Lo ideal ya sería, en algún momento del viaje, ser abordado por uno de esos reporteros televisivos que van por el mundo entrevistando gente, y así, ante las cámaras, poder demostrar hasta qué punto conoce uno sus deberes de turista, hasta qué punto ha llegado uno a ser como se espera que sea.

Variante relativamente nueva de ese turista más bien pasivo es la del turista activo, el turista guiado por el designio de una mayor implicación directa, de una experiencia más genuina de riesgo y aventura, a mitad de camino entre lo sexual y lo bélico. En contraste con El Gran Hermano, que lleva a los hogares una realidad artificialmente creada, el turista pone entonces en práctica las peripecias de un argumento de película en unos escenarios naturales debidamente acondicionados, sin tener siquiera que renunciar a sus hábitos cotidianos ni prescindir de las comodidades a las que está acostumbrado más que por el tiempo que él decida. Y nuestro héroe trepa, vadea, desciende en canoa, se zambulle, folla, se machaca. Algunos no vuelven o vuelven enfermos, ya que los detalles -la malaria, el sida, las amebas- también son reales. Lo habitual, sin embargo, es el final feliz. He conocido ya a dos personas que en distintos puntos de Centroamérica han tenido la misma experiencia: ser despertados por el peso de una enorme pitón caída sobre el regazo desde el techo. La experiencia original pertenece a Russell Wallace, que la incluye en el relato de un viaje que realizó al archipiélago indonesio a mediados del siglo XIX.

El desplazamiento masivo de turistas hacia el Tercer Mundo tiene, por otra parte, un efecto colateral en el Primero, en la medida en que los usos y costumbres del turismo de masas terminan por hacerse extensivos también a otros países desarrollados. Y así como la dejadez y falta de limpieza callejera propician la pequeña delincuencia y la marginación, así la presencia masiva en la ciudad de turistas poco más que en bañador y tocados con sombreros de trapo consigue dar a ésta una apariencia de Tercer Mundo que las ofertas de comida, bebida y diversión acaban convirtiendo en realidad. Una comodidad en el atuendo -las carnes al aire, la ropa escasa, dando escape libre a vientos, olores, exudaciones- que más que de carácter físico es, por lo regresivo, de carácter psíquico: volver a la infancia, a la irresponsabilidad, a la necesidad de ser objeto de cuidados maternales sin temor a ser reñidos por el propio descuido.

En el pasado, los viajes eran habitualmente equiparados a la lectura como forma complementaria de adquirir conocimientos, unos conocimientos referidos tanto al mundo exterior como a uno mismo, al temple del yo sometido al viaje. Una relación que en cierto modo mantiene su validez, ya que, en la actualidad, la mayor parte de los viajes es tan sobrante como la mayor parte de lo que se lee.

Luis Goytisolo es escritor.

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