El cuentahílos de metal
Tiene oído Andrés Trapiello que Eugenio d'Ors acostumbraba a quemar en la noche de Año Nuevo una página inédita, la más bella, aseguraba, en una suerte de ejercicio ascético con el que comenzaba D'Ors un año más. Trapiello, que sabe de chubesquis y chimeneas y es perito en leñas que arden bien, no tiene esa costumbre, la de quemar una página inédita, sino que la guarda en sus cuadernos durante cinco años, y al cabo de esa penitencia la da con otras, hasta llegar a este medio millar, a la luz. Todos los años, desde hace ya unos cuantos, ofrece a sus lectores en época prenavideña una nueva entrega de esa novela en marcha que es el Salón de pasos perdidos y que en esta ocasión, con Las inclemencias del tiempo, su cuaderno del año 1996, cumple su décima cita.
LAS INCLEMENCIAS DEL TIEMPO
Andrés Trapiello Pre-Textos. Valencia, 2001 487 páginas. 22,84 euros
Comienza, pues, estas 'inclemencias' con un muy hermoso cuento que tiene algo de navideño, por la época en que lo escribió, por la época en que, ahora, cinco años después, le llega al lector, pero está atravesado por un sostenido tono melancólico acerca de la fugacidad de la vida que lo emparenta con, por ejemplo, ese célebre relato de Joyce, Los muertos, de Dublineses (hecho película por un John Huston, vividor, que se despedía). El lector fiel, que mezcla los años vividos con los contados por Trapiello, tras 10 entregas, no sólo está capacitado para deshuesar sucesos, anécdotas y enmascaramientos literarios (hace ya tiempo que, en estos diarios, este asunto no es el principal: ignoro si son menos las facturas que tiene que pasar, en este terreno, si se ha vuelto, su autor, más tolerante, o si ha decidido, al contrario que otros ilustres diaristas patrios, que el papel del diario no es el más adecuado para pasar facturas, como si éstas desvirtuaran a aquél), sino sobre todo está capacitado, ese lector fiel, para adivinar los humores del autor de esos cientos de páginas. Y percibe, ese lector fiel, desde hace ya varias entregas un caudal de melancolía vital que atraviesa, sutil y elegantemente, estas páginas. Una melancolía, un cierto cansancio, un escepticismo (precipitadamente catalogado, por lectores ocasionales, de desdén y malicia) que le proporcionan un barniz literario que le sienta muy bien. Los diarios de Andrés Trapiello están muy bien escritos, pero aguantando el tono, que el adjetivo, la metáfora, asomando, no afeen el paisaje.
Tal vez haya quien desconfíe de los diarios, esa muestra de literatura del yo tan en boga, y por tanto, legítima e imprudentemente, sienta pereza de bucear en las aguas espesas de esos cientos de páginas que como ladrillos levantan la pared de un año. Trapiello, como lector y como teórico, sabe muy bien cómo es un diario, cómo es uno y cien, y con qué materiales se hace, y cuáles son sus impurezas y deficiencias. Y la forma del diario es la que utilizó para dar los primeros pasos de esta 'novela en marcha', que con el tiempo se ha convertido en una extraordinaria novela, que seguirá mientras compartan tan excelente salud el autor y su editor. Hasta formalmente Las inclemencias del tiempo tiene hechuras y maneras de novela, y no sólo porque se prescinde, cada vez más, del tono fragmentario propio de la prosa diarística, sino porque las cosas (esa vida de todos los días, con sus miserias y emociones, con sus sobresaltos y euforias, vista a través del ojo que todo lo agranda de ese cuentahílos de metal de tipógrafo, antiguo y vocacional, que él pierde, un par de veces, en esta novela) no están contadas, sino narradas. Lo suyo, este Salón de pasos perdidos, es una novela de novelas, donde los personajes apenas tienen nombre, pero sí rostro y sí, desde luego, historia. Véase, si no, el retrato que hace de una portera que conoce bien, con una historia a cuestas, como tantas otras historias con las que se topa; y véase esa hermosísima historia de amor, ensoñado y real, que había comenzado, hace unos cuantos diarios, con el seguimiento a una intangible mujer que buscaba zapatos por la madrileña calle de Augusto Figueroa y que tiene su coda final, cinco años después, en ese poner los pies desnudos en la realidad tangible, mientras el narrador y M. llenan de pólvora conyugal balas que no han de herir y, menos, como la hora última, matar. De esas certezas está lleno este diario, quiero decir: esta novela.
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