Pólvora en salvas
Uno. El Lliure ha comenzado su temporada teatral en la nueva sede del Palau de la Agricultura, futuro epicentro de la Ciutat del Teatre de Barcelona. Un espléndido teatro y una temporada en la que, personalmente, echo de menos la presencia de un clásico de altura y una apuesta decidida por la nueva dramaturgia catalana. El Lliure, sin embargo, ha tenido una buena idea, una idea arriesgada, como es la de dar carta blanca a un joven director, Álex Rigola, que la temporada anterior triunfó en la sala de Gràcia con una furiosa y vitalísima versión de Titus Andronicus. Lo que me parece más discutible, por no decir sorprendente, es la elección del texto. La obra en cuestión, que el director tenía apalabrada con el Nacional, es Suzuki I y II, de Alexéi Chipenko, que Thomas Ostermeier estrenó hará un par de años en la Baracke del Deutsches Theater de Berlín. Nacido en 1961, Chipenko ha sido futbolista, ha liderado un grupo de rock y ha escrito una treintena de obras. Suzuki I y II, como indica su título, es un díptico. Nada más comenzar nos frotamos las manos, deslumbrados por la impresionante escenografía de Bibiana Puigdefábregas, dispuesta como si se tratara de una pantalla en cinemascope, y por la atmósfera y el tono del relato. Una noche de lluvia, un garaje solitario en un suburbio berlinés. Un grupo de turcos, hablando en un idioma inventado pero verosímil, reparando un Porsche rojo sangre. Y un extraño personaje, Klaus Klaus, escritor, treinta años, que llega dispuesto a esperar lo que haga falta para conseguir un Suzuki de segunda mano. Los actores, como casi siempre en manos de Rigola, son una maravilla. El grupo de mecánicos turcos (Joan Carreras, Ferran Lahoz, Lluís Villanueva, Manel Sans, Albert Ribalta, Joan Raja) danzan una soberbia coreografía de gags hilarantes y pausas letales; Eduard Fernández (Klaus) se pasea por la escena como un Mersault con la máscara de Harpo Marx, y la alternancia de tiempos muertos, humor clownesco y súbitos estallidos de violencia glacial evoca una película de Kusturica contada por Takeshi Kitano. La segunda parte, ya con un pie en el onirismo, comienza con una inesperada historia de amor entre el nihilista Klaus y un policía (Pep Jové), y acaba como una versión posmoderna de La dinamita está servida, de Dibildos, con narcotraficantes de cómic, un par de escenas de tortura, un poco de rock, un poco de ópera, un desnudo coral de una gratuidad absoluta y una sosias de Lara Croft paseándose en bikini con una metralleta en cada mano.
Dos. Lo alarmante de esa segunda parte es su irremediable zambullida en la banalidad; el triste triunfo del peor virus del teatro contemporáneo: la mera enunciación. Los personajes se convierten en monigotes vacíos, en caricaturas o clichés, manipulados, en clave de farsa o discurso roto, para ilustrar un 'tema' -el caos contemporáneo- que, simplemente, se planta en escena sin la menor complejidad, sin que su autor o su director se tomen la menor molestia en trenzarlo o hacerlo crecer, dilapidando la formidable energía de sus intérpretes. Las preguntas que se me ocurren tras el estreno de Suzuki I y II son varias. Primera: ¿Llenará el Lliure con esta función, conseguirá atraer público a un local tan grande y tan alejado como el Palau de la Agricultura? Mucho me gustaría creer que sí, pero me temo que el público -joven y no tan joven- va a distinguir entre modernidad y modernez. Como siempre, la respuesta no es 'racional' sino emocional: la auténtica modernidad implica emocionalmente y deja huella en el espectador, y aunque Chipenko da indudables muestras de talento, el balance final es de ruido, ruido sin eco. La segunda pregunta va dirigida directamente a los programadores del Lliure: ¿Cuántos dramaturgos jóvenes -o no tan jóvenes- están esperando una oportunidad mientras se estrenan funciones como Suzuki? O dicho de otra manera: ¿Se hubiera estrenado esta obra de haber llegado con la firma de un autor local?
La tercera pregunta concierne a la evolución de Rigola como creador: ¿Disminuye la intensidad de los jóvenes directores a medida que se 'oficializan'? Es una pregunta peligrosa porque implica dar armas a unos subvencionadores para quienes el teatro sigue siendo el chocolate del loro, pero lo cierto es que aunque el barullo está en el texto de Chipenko, la dirección de Rigola -alternando lo mejor y lo peor de sí mismo, pasando del control extremo de la primera parte a la autocita y la falta de empatía de la segunda- no lo trasciende. Me preocupa pensar que cuando Rigola se movía en territorio alternativo nos regaló, con cuatro cuartos y toneladas de entusiasmo, joyas como La màquina d'aigua (The Water Engine), de Mamet; Un cop baix (Below the belt), de Dresser, o el memorable montaje de Titus Andronicus. Eso supuso el salto de Rigola a la, digamos, 'primera división', con resultados mucho menos sustanciosos. Espectáculos que tienen mucho de tanteo, de lógica 'crisis de crecimiento', tras la que cabe esperar que Rigola reemerja con nuevas armas, aplicando a sus creaciones futuras el vigor, la originalidad y la economía narrativa de sus anteriores trabajos en pequeño formato.
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