Mon homme
Alguien lo había definido como un tiburón de las finanzas, un triunfador nato, aunque él no perdía el tiempo en pensarse a sí mismo. Gozaba, era cierto, de una posición privilegiada, tan cierto como que ignoraba el modo como había accedido a ella. ¿Un golpe de suerte, tal vez? No lo sabía, pero se había visto inmerso de pronto en una dinámica que lo había encumbrado a ese lugar de excepción. A partir de entonces, actuaba. Sabía que tenía que hacerlo, si bien su comportamiento escapaba ya a toda conciencia previa o posterior a sus actos. Eran sus negocios los que se lo exigían, e incluso su conciencia parecía depender de ellos, ser una señal: zona de peligro. Lo que podía elaborar a partir de ese reflejo, sus análisis, no eran más que la constatación de que todo aquello, su poder de acción y su fortuna, eran al fin y al cabo inestables, y que podían venirse abajo por un error o por tener baja la guardia en un momento determinado. Su conciencia, por lo tanto, no era más que una exudación de su estatus, un palpo que su poder de actuación había generado para garantizar su supervivencia.
Y no hacía cuestión de su valía. Los hechos la mostraban y, además, éstos tampoco le dejaban tiempo para cuestionarla. Ni tiempo ni oportunidad. La veía sancionada en la mirada de los otros y en los pasillos que se le abrían. Hoy podía residir en Singapur y mañana en Madrid, tras una decisión sin traumas. Al fin y al cabo, estuviera donde estuviera, las voces que escuchaba eran casi siempre las mismas y al latido de su conciencia apenas si le afectaba el color local. Suele haber un sentimiento en las calles de las ciudades, una emoción que puede tomar cuerpo si uno se enamora pisando hojas de arce que crujirán de un modo especial por toda la eternidad. Pero el amor era para él como un paréntesis rápido, el gesto de exclamación de la soledad, algo de lo que se acordaba cuando no tenía otra cosa que hacer, en realidad un picorcillo. Cuando ese tiempo breve pero abismal lo acuciaba, llamaba a Marta. La sima de color naranja se le abría cuando Marta no estaba, lo que ocurría con frecuencia. Entonces...
A veces se encontraba con sus viejos amigos. No habían tenido su suerte, y percibía en ellos una mirada opaca. No estaban satisfechos con lo que hacían, era curioso. Eso era algo que a él no le había ocurrido nunca, de donde concluía que sus amigos se sentían frustrados. En cierta ocasión, uno de ellos le confesó no estar satisfecho con lo que era. Se sorprendió, porque su amigo era profesor de universidad y él siempre creyó que había elegido ser lo que le gustaba. Le maravilló contrastar su plenitud sin fisuras con la fangosa vacuidad de la vocación de su amigo. El, justo él, que jamás tuvo vocación alguna, había sido abrazado por un destino de plenitud, a diferencia de quienes sí sabían lo que debían ser y sentían ahora esa convicción como una mochila desinflada que pesara quintales. Supo que sus amigos lo envidiaban sin saberlo. Era él quien, también sin saberlo, habitaba la casa del ser, vista la pobre autoestima que mostraban sus allegados. Una pequeña nube cobalto, que se deshizo efímera, irrumpió en el horizonte de su ventana y se preguntó por el ser. Luego llamó a Marta, pero no estaba.
Una tarde, brumosa tarde, creyó percibir en su despacho el aleteo de un ángel. El silencio posterior a aquel murmullo borró el aire de la estancia, las paredes y hasta la palpitación de un recuerdo, cualquiera, que él hizo amago de apresar. Abolidos el tiempo y el espacio, se vio presa de una añoranza inefable. Invocó al ángel, afiló el oído en pos de su aleteo, pero sólo el silencio rozó con el silencio. Y descendió a aquel silencio. Así supo que nadie lo habitaba, que en él no había nadie de quien pudiera decir nada. No era más que una disposición del azar, una fuerza que éste había puesto en marcha y sometido a su servicio, al del azar mismo. Era pues eso lo que todos admiraban, esa ausencia de bondad, belleza, gracia, encanto, su afortunada nada. Y se decidió a abrazar el azar y dominarlo.: queriéndose a sí mismo, se hallaría a sí mismo. La fortuna le siguió sonriendo, incluso cuando se arruinó, o así lo asegura él.
Hoy se pasea, con el único equipaje de su sonrisa y una violeta en la mano, por calles que desconoce. De su desvencijada memoria una voz le dictó estos versos que quizá no comprende, sustancia única de su recuerdo: A pool shines/ Like a bracelet/ Shaken in a dance. Se los puede recitar en cualquier esquina de su amplio y desolado mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.