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Columna
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Estrategas

José Luis Ferris

En la política activa, como en cualquier revolución, lo que desgasta es la primera línea de fuego. Salir en todas las fotos tiene ese precio. Y eso explica que la vida de un político -salvo en las infaustas dictaduras- sea por lo general efímera y endiabladamente ingrata, como la de los boxeadores o los vocalistas trasnochados. Tras unos años en la cúpula del poder, pasar a una reserva pasiva de devastadora soledad cuesta mucho de asumir. Hace unos días, hablando precisamente de ello con algunos políticos en activo saltaron sobre la mesa figuras que son ya pasto del pasado, meros epígrafes en ciertos libros de Historia o en crónicas restringidas. He ahí nombres como el de Fernando Morán, Adolfo Suárez, Gerardo Iglesias, Hernández Mancha y un largo etcétera de incunables de la entrañable fauna política de nuestra transición. Sin duda, los que desaparecieron de la escena de modo tan fulminante fueron los que ocuparon esa primera línea, aquellos que vendieron su sonrisa en vallas publicitarias de 3 por 9 junto al logotipo a color de un partido que hoy ni existe. Los otros, los que hicieron de zapadores o de estrategas, los que diseñaron desde una cómoda retaguardia las fórmulas del triunfo, fueron más imperecederos, adaptaron su voluntad a nuevas disciplinas y siguieron en esa segunda fila que desgasta menos y permite mantener a salvo el tipo y el perfil. Sólo criaturas de esta capacidad adaptativa, camaleónica, han podido mantenerse décadas y décadas en el flanco político a salvo de cualquier erosión. Lo que ya no sabe uno es hasta qué punto esa constancia y esa milagrosa permanencia en el poder o en la divina oposición responde a una auténtica vocación de servicio al ciudadano o a un inquietante instinto de supervivencia, a un desmedido horror a regresar al pretérito oficio que reza aún en el dorso de su DNI y reencontrarse en los pasillos del olvido con el fantasma de antiguos camaradas, con el alma errante de Suárez, Morán, Peces Barba, Redondo, Verstrynge, Luis Gámir, Lassaletta y otros muchos. Ser un príncipe destronado requiere una talla humana y una compostura que pocos soportan y en eso, precisamente en eso, reside la grandeza del estratega.

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