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De visita al 'super'

No he visto Atlantis, ni El Señor de los Anillos, ni Cuento de Navidad, ni Harry Potter y la piedra filosofal. A la pena de no tener hijos en edad escolar se añade la infracción de no haber contribuido al éxito de estos productos navideños. Es más, mi herejía llega al extremo de importarme un bledo en qué idioma se estrenan estos pesebres fílmicos y si entre ellos hay una copia en catalán, doblada, subtitulada o cantada como una jaculatoria, dicho sea para justificar el glorioso tute entre los de la normalización lingüística y las majors norteamericanas. Todo lo cual no me impide ser un buen contribuyente y un espectador voluptuoso.

Un espectador ahíto ante tanta exposición de cine. Evacuado de las grandes salas y replegado en las minimadrigueras de los centros comerciales, el cine-espectáculo se ha acomodado perfectamente a los ritmos de las actividades cotidianas, como mirar escaparates, jugar a la bolera o visitar las rebajas. No cabría mayor problema en esta integración del cine en la cesta de la compra si junto a la etiqueta del producto se exigiera calidad, si el servicio ofreciera un sello de garantía para el consumo. Pero resulta que esta gastronomía no es selectiva y el cómputo de similitudes corre el peligro de dejarnos al borde del excremento. Entren ustedes en este supermercado y encontrarán confortables simulacros de la nadería y el despilfarro, butifarrones en serie con encaje de nácar, higadillos de desecho enlatados como si fueran delikatessen. Una oferta de menú único que no admite lujuriosos gastrónomos, sino obedientes y disciplinados consumidores de rancho.

El cine-espectáculo se ha acomodado perfectamente a los ritmos de las actividades cotidianas

Los espectadores de la película que he escogido -ponga usted el título y participe en el concurso- parecen más hambrientos que yo a juzgar por los kilos de palomitas que van penetrando en los glúteos de ellos y ellas atufando todo el minirrecinto. El anciano acomodador, renqueante y asmático, ha sido preciso mientras me acompañaba a mi butaca: 'Las palomitas de maíz son el verdadero dispositivo de enunciación cinematográfica, y que Greimas me perdone. Son ellas las que aseguran la producción del discurso y gracias a ellas se puede reconstruir la identidad del generador y de su destinatario. Conclusión a la que no llegaron ni Benveniste ni Umberto Eco, y mira que le pusieron ejercicio semiótico al asunto'.

Mientras Movierecord me muestra yogures brincando con su móvil o se pringa con el cochinillo asado de los mesones, pienso en la soflama del acomodador. Durante años he formado parte de la tribu enfermiza de los cinéfilos, abrazado al misterio, buscando la base nutritiva en un complejo paisaje de ficciones y afectos. Sin embargo, ahora miro a mi alrededor y no me reconozco entre los consumidores epidérmicos familiarizados con el empacho de imágenes. Desde mi posición privilegiada -no hace falta colocarme en buena fila, estoy centrado desde el Renacimiento- veo a las parejas de la fila contigua y no me aclaro: no sé si están adormecidas por el olor a palomitas de maíz o verdaderamente han alcanzado la apatheia. O son una panda de lelos, que también cabe.

Lentamente desciende la intensidad de la luz anunciando que el espectáculo se acerca. Levanto anclas para entrar en el reino de las sombras y dispongo todo mi cuerpo para vivir una experiencia hipnótica. Pronto me doy cuenta de que las sombras no son tales, pues las luces laterales de la sala permanecen encendidas por razones de seguridad, razones que no entran en mi caletre salvo que sirvan para patinar o como signos indicadores del tostador más cercano. Naturalmente, el detalle escapa a los chicos de las palomitas y la coca-cola light educados en la luminosidad del tubo catódico. Impongo un silencio cuasirreligioso -el ceremonial lo exige-, pero la demanda se pierde en el vacío, frente a la capacidad masticadora y narradora de los chavales que se cuentan entre sí la película alquilada previamenteen el videoclub. Y como las condiciones acústicas de la sala son tan poderosas, no sé qué diálogo me llega primero: si el de las sombras de la pantalla o el de los espectros de la sala. Tamaño discernimiento carece, en el fondo, de importancia,pues tengo el honor de escuchar la cisterna de los excusados que quedan a mi derecha y el traqueteo del metro cada vez que pasa por debajo de mis pies. Por lo demás, las imágenes me llegan con un proyector de iluminación mal preparado, en formato que no es el suyo y con habituales distorsiones de sonido. En fin, no quiero cansarles con el problema del foco.

Protesto. Protestan contra mi protesto. En su casa, estos oficiantes del maíz estarían manipulando la imagen y el sonido, los contrastes de brillo y de color para erigirse en audaces recreadores del espectáculo. Aquí, en cambio, les importa un comino mientras tengan palomitas que llevarse a la tráquea. Su comportamiento no es que sea benévolo o tolerante; es decididamente idiota. De modo que tengo que reprimir mis quejas y aguantar la ensalada caleidoscópica de imágenes para que estos individuos estatuarios se desarrollen. Hasta ahí podríamos llegar.

Ya en el vestíbulo, me encuentro con el acomodador asmático rascándose la cabeza. Le explico que no sabía donde mirar, si al texto-filme o al espectador-palomita. 'Me cuesta creer que un hombre como usted pierda la conciencia ante tamaño artificio', señala. 'Quítele hierro al asunto intelectual o enchufe el Cineclassic y quédese atascado en los años cuarenta'. Decididamente, la suya es una profesión en trance de desaparecer, como las zurcidoras de calcetines. Pero creo que el buen hombre ha adivinado mis pensamientos. 'A mí ya me coge con un pie en la tumba, pero para usted no oteo otra perspectiva en el horizonte que la penitencia del cinéfilo derribado y la vuelta al super'.

Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra

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