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Manhattan en tiempos de Bin Laden

En el rápido mundo de los medios de comunicación, sin duda se están contratando libros sobre 'la verdadera historia de las cintas de Bin Laden'. Las muchachas tejanas que predicaban el cristianismo en Kabul tienen un agente para que negocie su libro, y sin duda alguna los abogados de John Walker alegarán que el chico procedente del rico Mari County, al otro lado de la bahía de San Francisco, confundió Afganistán con un ashram de los setenta. Los que ven a Bin Laden como el mal no se han sorprendido por las cintas, mientras que sus admiradores incondicionales dudarán de su validez. Yo había dado por hecho que, como Bin Laden no era omnipotente, era imposible que supiera de antemano el alcance del daño (que le encantó). Bin Laden interpretó que con el golpe extendió su poder por el mundo árabe. Teniendo en cuenta su comentario de que 'a nadie le gusta un caballo débil', parece que no se le ocurrió la posibilidad de la retirada, motivo por el cual, antes o después, probablemente acabará capturado o muerto. La principal arma de los terroristas, o de un Hitler, o de los japoneses en Pearl Harbor, es la sorpresa, que sólo funciona al principio.

El presidente Bush, que no visitó ni una vez Nueva York durante su campaña presidencial, recientemente ha dado una gran publicidad a sus viajes a Manhattan, al igual que la primera dama Laura Bush y los jefes de Estado europeos. Los neoyorquinos, siempre escépticos, cuando las promesas iniciales de ayuda de Washington volaban por el aire como palomas huyendo de una tormenta invernal, jamás llegaron a creerse que verdaderamente fueran a llegar pronto. Como era previsible, el paquete de ayuda económica de Bush para la ciudad se ha encogido hasta convertirse en un mísero billón y medio de pesetas.

Los neoyorquinos, absolutamente conscientes de que el dulce patriotismo y la compasión abstracta son efímeros, pero que una buena economía es motivo de alegría para siempre, prudentemente eligieron como nuevo alcalde al multimillonario Michael Bloomberg. Bloomberg, demócrata durante muchos años, saltó al vagón republicano (que es una costumbre neoyorquina habitual, dado que Nueva York es básicamente una ciudad liberal de un solo partido) para conseguir el voto combinado. Bloomberg, para disgusto del republicano Giuliani, que le respaldaba, ha nombrado a demócratas para los puestos clave. Ahora la ciudad tiene exactamente lo que necesita para la revitalización económica: un astuto multimillonario capaz de manejar a los prestidigitadores de Washington en temas de dinero y que cuenta con el respaldo de una Administración demócrata.

Aquí el arte y el comercio siempre se han codeado. Nueva York no es tan refinada como Boston, ni tan dada al radicalismo difuso de la costa oeste o a la religiosidad del suroeste. Es una colmena de contrastes: se dice que un hijo se convierte en millonario, el otro se hace artista, el tercero comunista y el cuarto ladrón. Es un lugar, no un producto (a diferencia de Hollywood). Siempre he descrito Manhattan como una pequeña isla emplazada en el Atlántico, entre Estados Unidos y Europa: en lo más íntimo es tan europea como estadounidense.

Teniendo en cuenta la estrecha conexión que la ciudad tiene con Europa, y su tono esencialmente liberal, ese genérico trasfondo antinorteamericano en gran parte de los medios de comunicación europeos pareció desatarse justo después del 11 de septiembre con una velocidad impropia. Se extendió como la pólvora por Manhattan, donde la gente seguía excavando en busca de cuerpos. Gracias a Internet, ahora todo el mundo sabe al instante quién dice qué en qué medio de comunicación de qué parte del mundo. La columna de vigilancia de los medios de comunicación de New Republic titulada 'Idioteces de la izquierda y la derecha' recoge las tonterías más ultrajantes de ambos extremos ideológicos, y los nuevos sitios de Internet de astutos aficionados con inmensas listas de correo recogen este mismo tipo de cosas. Una consecuencia directa del 11 de septiembre es el aumento de la atención que los intelectuales neoyorquinos prestan a la retórica antiestadounidense tan de moda en los medios de comunicación de la Europa occidental.

Pasé mi juventud en París, y Madrid y España tienen el mismo peso en mi alma que Estados Unidos, por lo que puedo ver el problema desde ambos lados del Atlántico. En este batiburrillo de protesta se mezclan los sentimientos en contra de la guerra, el disgusto por que Estados Unidos sea la única superpotencia y la aversión a nuestra dominación cultural. En esta cacofonía de quejas se ha hecho caso omiso de una importante pérdida a ambos lados del Atlántico. Vivimos en una época en la que la religión (occidental) hace tiempo que perdió su resonancia; las grandes ideas que en buena parte de los siglos XIX y XX traspasaron fronteras y crearon poderosos sentimientos de identidad -el socialismo, el modernismo y la idea de progreso- ya no conforman nuestro ser esencial. Cuando Picasso, Gertrude Stein y Joyce estaban en París, guardaban lealtad a su percepción de sí mismos como artistas que rompían moldes, no a su nacionalidad, ni tampoco a su gobierno. Irónicamente, Internet ha producido comunicación mundial, y nuestra economía es mundial, pero los artistas e intelectuales han caído en actitudes que cada vez son más nacionalistas. En la medida en que artistas e intelectuales han empezado a juzgarse a sí mismos basándose exclusivamente en la capacidad que tienen de conquistar mercados internacionales, EE UU, la única superpotencia, adquiere inevitablemente mucha importancia. Todo el mundo conoce sus pecados y errores, es la tabla rasa sobre la cual se puede escribir el escenario privado de todos, las pesadillas y los sueños secretos, las pasiones y los descontentos. Pero los mercados internacionales tienen que ver con productos comerciales y la cultura popular, no con la creatividad. La contrapartida adecuada de un escritor europeo sería un escritor estadounidense igualmente serio, capaz de atraer una audiencia modesta, no Jennifer López.

Después de haber releído América día a día, de Simone de Beauvoir, que se acaba de reeditar aquí (conocía a los intelectuales de Nueva York de la generación de mis padres por su gran historia de amor con Nelson Algren), me sorprende que incluso entonces los intelectuales estadounidenses se le quejaran de que Sartre y ella estaban demasiado obsesionados con el extremo inferior de la cultura estadounidense. Medio siglo después repito su misma queja: Europa importa e imita lo peor de lo que Estados Unidos tiene que ofrecer, tanto en detrimento de Europa como en el nuestro propio. Mi recomendación para el nuevo año de Europa es una magnífica película canadiense (en francés), de 1988, que los europeos no parecen conocer bien: El declive del imperio americano es soberbia.

Barbara Probst Solomon es periodista y escritora estadounidense.

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