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Estar en Europa, ser europeos

Emilio Lamo de Espinosa

Mañana, 1 de enero, Aznar asumirá la presidencia de la Unión Europea en un momento de especial importancia para este proyecto político. La puesta en marcha de la moneda única ese mismo día es una sacudida, no sólo económica y política, sino también social. Por vez primera todos los ciudadanos, y no sólo las élites, se verán afectados en sus rutinas diarias por ese ente abstracto que es la Unión. Sin embargo, esa inmensa mayoría de ciudadanos gana bien poco con la moneda única, aparte incomodidades y problemas, de modo que la globalización muestra aquí su cara más pesada. Al tiempo, la ampliación europea, así como nuestro reciente papel de malvados egoístas reacios a abrir las puertas del club en el que acabamos de ser admitidos, va a ser puesta a prueba. Una batalla ante la opinión pública europea que, me temo, hemos perdido frente a Alemania. Tareas, pues, fundamentales a las que el Gobierno (un Gobierno al que todos los periódicos nacionales, de cualquier color, le acusan de haber perdido el pulso), debe hacer frente.

Pero Europa es para los españoles algo muy lejano, y debemos aprovechar esta presidencia para hacer saltar definitivamente a la opinión pública española desde el horizonte de Europa al proyecto de Europa, desde divisar Europa como espejo dado ahí afuera en el que mirarnos, a ser europeos, desde dentro y sin complejos.

Efectivamente, vivimos en un país marcadamente, casi ingenuamente, europeísta, pero al tiempo marcadamente desinteresado de los problemas europeos. Ambas cosas son explicables y comprensibles, pero malas. Para nuestra generación, marcada a fuego por un complejo de inferioridad histórico, Europa fue la panacea, la solución a nuestros problemas. Y era cierto. El gran proyecto nacional desde comienzos de siglo ha sido el proyecto europeizador, que lo formaliza la generación del 14 con Ortega a la cabeza, fracasa con la dictadura de Primo, vuelve a fracasar con la Segunda República y la dictadura del general Franco y triunfa a partir de 1975.

Pero desde 1986 ya somos europeos. Ese proyecto histórico ha quedado atrás, se ha realizado y se ha consumado con éxito, de modo que nuestro problema no puede ya ser 'como' los europeos, pues hemos homologado nuestra sociedad, nuestra economía e incluso nuestra política. Ni tampoco 'ser' o no europeos, pues también lo somos como siempre lo fuimos, aunque no quisiéramos darnos cuenta. Nuestro problema es ya, al igual que el de los demás europeos, qué hacer de Europa o, más en concreto, cómo queremos ser europeos, si como los británicos, como los franceses, como los alemanes o quizás, incluso, como nosotros mismos.

Pero España no ha discutido este tema y ni siquiera le interesa mucho, lo que es también comprensible. Sabemos que Europa es un raro subproducto en un doble sentido. De entrada, en cuanto que es un objeto político no identificado, no normalizado ni homologado, repleto de ambigüedades. Y las ambigüedades generan incertidumbre y ansiedad y, desde luego, problemas en la interacción. Los sociólogos sabemos que el orden social reposa en lo que llamamos la reciprocidad de expectativas, basada a su vez en una definición común de las situaciones. Cuando dos sujetos definen la situación de distinto modo y esperan cosas divergentes el uno del otro sólo puede haber problemas. Tendrán que negociar a cada paso cómo definir y re-definir la situación, elevando así lo que los economistas llaman 'costes de transacción'. Esto es lo que le ocurre a Europa, que cada actor define la situación de modo diverso y cada paso adelante requiere interminables negociaciones; porque no sabemos qué somos ni adónde vamos. Europa es por ello una máquina social con altísimos costes de transacción y, por lo tanto, inevitablemente burocratizada y de funcionamiento oscuro.

Pero subproducto también en otro sentido: en cuanto a su modo de construcción. Los sociólogos llamamos subproductos a aquellos objetivos que no pueden alcanzarse directamente, como, por ejemplo, la confianza o el amor. Nada genera más desconfianza que alguien que pretende a toda costa ganar mi confianza. Pues bien, Europa es también subproducto en este segundo sentido, que es el que responde al modelo funcionalista de construcción europea, que ha sido y es el dominante: construyamos Europa como producto tecnocrático, mero mercado, y confiando en que las instituciones políticas primero, las sociales después y las culturales por último, seguirán inevitablemente el ritmo que marque el mercado único. Hemos construido Europa sin querer construir Europa, construyendo sólo un mercado, mirando de reojo a otra parte y, por lo tanto, de espaldas a los ciudadanos, sin orientación clara y a golpe de cumbres. Y esto es tanto así que cabe albergar la seria sospecha de que Europa avanza más deprisa cuanto menos explícito hacemos el proyecto de construirla y nos evitamos referéndum como el de Dinamarca hace años o el reciente de Irlanda.

Subproducto, pues, como ovni político y como proyecto, con el no sorprendente resultado de que al ciudadano le resulta difícil, si no imposible, penetrar el arcano del lenguaje comunitario, más aún los procesos de toma de decisiones y más aún los responsables de esas decisiones. Salvo cuando ha tenido líderes fuertes como lo fueron los Monnet, De Gasperi o, más tarde, Delors, Europa no es visible ni comprensible. Y por ello no resulta simpática sino a los que no están en ella, a quienes, como nosotros hace tres lustros, están todavía en la cola esperando entrar.

Por todo ello, la dificultad de pensar Europa, de una parte, pero también la imposibilidad (casi ontológica) de pensar España fuera del marco europeo, de otra, debemos aprovechar cuantas posibilidades tenemos para incentivar entre los españoles el debate sobre nuestro modelo de Europa. El modelo del Estado federal que propone Schröder, como el de Estado-Nación que propone Jospin, construidos a su imagen y semejanza, son modelos viejos, probablemente inservibles con carácter general, y desde luego, no muy buenos para países que, como España, son federales pero menos (nuestro federalismo es asimétrico o, mejor aún, irregular y casi fractal), pero tampoco son Estados-Nación (puessomos, en todo caso, nación de naciones más que Estados nacionales, como dice la Constitución). Me atrevo por ello a pensar que el modelo de lealtades múltiples de la Constitución Española (en la que se puede ser catalán, español y europeo, todo al tiempo), combinado con el hoy renovado principio de subsidiariedad y cierto federalismo asimétrico o irregular, ciertamente de geometría variable, es mejor solución para Europa que cualquiera de los otros dos. Schröder y Jospin piensan desde sus específicos Estados-Nación, pero de esa fórmula sólo queda el Estado, no ya la nación. Pero el Estado, decía Ortega en La rebelión de las masas, es superación de toda sociedad natural, es mestizo y plurilingüe. Palabras mucho más adecuadas para ese nuevo Estado que es la Unión Europea, en un mundo mestizo y plurilingüe, que para el viejo Estado-Nación, ya obsoleto.

Esta distancia con los modelos europeos francés o alemán, al igual que nuestra diversidad cultural interna, nos acercan al Reino Unido, con quien España comparte poderosos intereses transatlánticos, de todo tipo y no sólo económicos, que son la común herencia de los respectivos Imperios, y que nos vuelcan hacia fuera del continente, hacia el Oeste más que hacia el Este, que es por donde camina la Unión, más y más impulsada por Alemania que, tras la caída del muro, recobra no sólo su viejo hinterland, sino un protagonismo impensable hace sólo una década.

Y así, mientras la Unión camina hacia el Este y el Norte, nosotros y nuestros intereses estamos al Sur y al Oeste, de modo que cabe dudar si la ampliación nos acerca a Europa o nos aleja de ella. Salvo que intentemos escorarla de nuevo en el otro sentido, algo a lo que los acontecimientos del 11 de septiembre ayudan. De una parte, al reforzar, quizás exageradamente, el papel de los Estados Unidos. Y de otra, al hacer del Mediterráneo frontera de civilizaciones y eventualmente nuevo telón de acero, un escenario negativo para nosotros (como para Italia o Francia), pero que obliga a Europa a mirar al Sur. Que el diálogo transatlántico sea monopolizado por los Estados Unidos y tenga como interlocutor privilegiado a Inglaterra es normal mientras que en el mundo sólo haya un ejército (por supuesto, el americano), pero no debe hacernos olvidar que el Atlántico es también nuestro camino hacia países como México, Brasil o Argentina y que la apertura de Europa hacia el Oeste debe ser prioridad para España y Portugal y puede también potenciar el papel de Francia e Italia. El estereotipo anglosajón aún subsistente, y que podemos rastrear desde Toynbee a Huntington, de que Latinoamérica es una civilización propia y distinta de la occidental es un pequeño disparate, pero del que somos parcialmente culpables cuando nosotros mismos pensamos en Europa como algo que estaría 'ahí afuera'.

Con lo que regresamos al principio: si nosotros no estamos aún convencidos de nuestra europeidad, de que no 'estamos' en Europa, sino que 'somos' europeos, ¿cómo podemos jugar un papel en la construcción de Europa o cómo convencer a esa nueva Europa de que Latinoamérica es un hijo de la civilización grecorromana tanto o más que Rusia, por ejemplo?

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense.

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