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Columna
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Buenos días, euro

En nuestros años jóvenes, Europa era hija de fenicios, conocidos comerciantes, a quien el machista Zeus raptó, transformado en toro para la ocasión. La Europa mitológica con sangre fenicia había decorado las paredes de Pompeya, y ella y el toro ardoroso habían sido el motivo central de no se sabe cuántos lienzos renacentistas, que cuelgan en varios museos del Viejo Continente. Era una leyenda divertida, porque de Zeus se decía que era hijo del Tiempo y la Tierra, que fue promiscuo y prolífico, y que amó a muchas diosas y tomaba la forma de cisne o de astado para fornicar con las mujeres. No era de extrañar, pues, que la leyenda del rapto de Europa cautivara a tantos artistas del color y del pincel.

La otra Europa empezamos a conocerla poco después. Era la Europa de los comerciantes y las tarifas aduaneras, la Europa gótica que buscaba la unión económica, la Europa humanista que miraba el pasado con pesar y soñaba con la unión política, la Europa de los miniestados y mininaciones y miniregiones históricas casi siempre enfrentadas en un minicontinente con mucha disputa fronteriza y muchos intentos hegemónicos de unos estados sobre otros. En el pasaporte de esa Europa se imprimieron demasiadas guerras de religión, demasiado antisemitismo, demasiada barbarie totalitaria y reciente. Esta Europa, en cuya puerta pegan hoy aldabonazos emigrantes con cara de necesidad, había sido durante siglos cantera de la emigración mundial.

A esta Europa real no la raptó toro alguno. Aunque, finalizado el desastre de la Segunda Guerra Mundial, fue seducida poco a poco por tratados y pactos en torno al carbón y el acero, a una política común agraria, a la reducción de aranceles, a la eliminación de aduanas y fronteras, que suelen ser por lo general líneas imaginarias y con poco sentido. Cuando se vuelve la vista atrás, cae uno en la cuenta de la urgente necesidad del homenaje que necesitan los padres seductores de Europa; padres que, como Robert Schuman, pensaron incluso en una federación europea para preservar la paz en este apéndice del planeta, tras tanto desastre durante la primera mitad del siglo XX.

Gracias a ellos, el ciudadano medio se ha familiarizado y considera suyos el eurofestival y el eurotunel, la eurodivisa y el euroconector, la eurocámara y la eurocopa y, sobre todo, el eurocheque. Realidades que nada tienen que ver con la mitología clásica. Claro que tampoco faltan los euroescépticos. Es posible que la moneda única que mañana correrá de mano en mano por las euroventanillas suponga una afrenta al estrecho honor patrio de unos pocos, pero la patria grande está delante, con todas las dificultades que se quiera.

Cuando ya suenan las euromonedas en nuestros bolsillos, esas dificultades son lo de menos. Todavía uno recuerda el tono despectivo y antieuropeista que, allá por sesenta, envolvía la tamizada información franquista en torno a los problemas que tenían los países del Mercado Común antes de alcanzar un acuerdo sobre política agraria. Cuando se lograba el acuerdo, la información era escasa. Y nosotros nos sentíamos ciudadanos de segunda y veíamos en los Pirineos algo más que una cadena montañosa. Pero ahora, y es motivo de regocijo, el vil metal de la moneda europea ya pesa en nuestras faltriqueras. Esta es la Europa de Schuman. La otra, la mitológica, es lindo recuerdo que un día relataron los profesores de griego.

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