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CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Columna
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Manual del soltero pesimista

Guía para moverse entre los 'arreglos' del casamentero rural y las 'despedidas' urbanas

uando Shakespeare afirmó que moriría soltero es que no pensaba vivir hasta que se casó. Algo parecido debió de ocurrirle al viejo director de un periódico en el que trabajé durante una larga década. Un día, ante la sorpresa general, anunció que se casaba. El hombre ya había superado con creces la cincuentena, así que la noticia causó una gran conmoción porque se le consideraba irremediablemente perdido para la causa conyugal. Entonces uno, que era joven, feliz y por supuesto indocumentado, se apresuró a darle la enhorabuena por tan novedoso acontecimiento. 'Felicidades, director', le dije, pero él, que debía rondar por entonces la edad de mi propio padre, estaba seguro de que casarse era terminar una serie de pequeñas tonterías con una gran estupidez y por eso agradeció escéptico mis juveniles muestras de cariño: 'Gracias', dijo, '¿pero no crees que me he precipitado?'

Eran otros tiempos y la gente por lo general se precipitaba mucho en cuestiones de casamiento, dejando en fuera de juego a cualquiera que hubiese pasado célibe de los 35. Con esos años y sin varón conocido cualquier mujer era considerada como nezka zaharra, chica vieja o lo que es peor birrotza. En el caso de los hombres, la situación condescendía hasta la cuarentena donde se ingresaba, sin excusas, en la cofradía de los multil zaharrak.

Llegados a ese crucial momento y fracasados los peregrinajes al santo de Urkiola o a la Magdalena de Mutriku -'nezkazarrak joaten dira Madalenara'- los solteros y solteras acudían calladamente al bueno de Kurutzeberri, el casamentero de Markina, quien después de contar vacas y sumar arrobas y fanegas, aplicaba una romántica máxima de Lord Byron para que el acuerdo llegara a buena coyunda y mejor término: 'Habla seis veces con la misma mujer soltera y ya puedes preparar tu traje de boda'.

Kurutzeberri, personaje de varios oficios y cuyo apellido auténtico era Arriaga, actuaba con silenciosa prudencia, con sigilosa cautela, muy al estilo del país, lejos de aquel sonoro jaleo mediático, de aquel tremendo taco que armaron en su día los de Zeberio, quienes por culpa de un titular de periódico que les otorgaba el más alto índice de mutilzarrería se vieron envueltos, muy a su pesar y durante mucho tiempo, en un grito de guerra provocado por un supuesto exceso hormonal: '!Voglio una donna!' De tanta urgencia, casi propician la primera caravana de mujeres.

Desde entonces, poco se ha sabido de la pertinaz soltería rural, salvo que en las bucólicas y subvencionadas aldeas de hoy con sus mejoras y adecentamientos, con sus nuevos accesos y modélicas infraestructuras, todo ha cambiado ¡ay!, menos la posibilidad de encontrar pareja. 'Baserritarra de Zestoa. Soltero. 67 años. Quiere mujer buena con hijos a los que poder dejar herencia'...

Ahora Ignacio Olarra oficia con similar reserva e idéntica destreza a la del mítico Kurutzeberri. Todo empezó con un demanda sumamente tradicional, muy pegada al terreno Un anuncio en el boletín del sindicato agrario EMBA propició su tarea de casamentero consciente de que no todos los que se quieren se casan, ni todos los que se casan se quieren. Sus estadísticas son abrumadoras. Merced a su mediación ha conseguido formalizar en menos de un par de años más de 200 arreglos, entre ellos el de tres de lesbianas y dos de gays, adelantándose así a las futuras medidas asistenciales de Madrazo.

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El pueblo siempre va por delante. Olarra precisa que los beneficiados llevan el sacramento, la boda o el arrejuntamiento con discreción, incluso secretismo. 'Hay dos hermanas que se han casado por este sistema y ni siquiera se lo han confesado entre ellas', dice. Abrumado por la fuerte demanda, estudia aplicar su celestina experiencia a otras latitudes. En todas partes cuecen habas, de manera que Asaja, la asociación de jóvenes agricultores de Castilla y León, ha solicitado una franquicia de este peculiar servicio vasco.

Mientras tanto, en la ciudad se sigue considerando la soltería como el período más divertido de la vida, aunque entonces cabe preguntarse: ¿Por qué se casa la gente? ¿Y cuándo llega ese momento, por qué se mete tanto ruido? 'Hoy, despedida de Juanmi'. Hay que ver cómo proliferan las inevitables despedidas de soltero o de soltera.

Supongo que ustedes han visto alguna vez cruzar la calle con nocturnidad y alevosía a un ruidoso grupo de treintañeras tocadas con enormes penes de plástico sujetos a la cabeza por un ridículo lazo. Acaban de celebrar una despedida y están tan contentas que hacen caso omiso de un sabio consejo: 'El problema de algunas mujeres es que se entusiasman con cualquiera y luego se casan con él'.

Ellos tampoco se quedan atrás. Se les puede distinguir por ese delantal ilustrado con megatetas o por el macrocondón que luce en la coronilla el novio-víctima, el mismo al que le cuelga a un cuello resignado una pancarta redactada por el amigote ingenioso: 'El matrimonio comienza con un príncipe que besa a un ángel y termina con un calvo que mira a una gorda'. Aunque a juzgar por la algarabía, nadie acaba de creerse esta pesimista sentencia. Sencillamente no se lo toman en serio. No han leído a Moravia -'el amor es un juego, el matrimonio un negocio'-. Los casheros tampoco, pero tienen más sabidurensia que Bertrand Russell; por eso callando, callando, sin ruido, se ponen en manos de un profesional, de un tipo de confianza como Olarra, el sucesor de Kurutzeberri: 'Aldeano con caserío para agroturismo se casaría con chica que sepa hacer de todo...'

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